26 de noviembre de 2011

AY, INÉS


Letra, música e intérprete: Jaime López.
Disco: la versión que uso aquí no está editada en disco, y fue grabada para
Radio Educación. Existe una versión editada en el disco Jaime López, inferior para mi gusto, como ya explicaré.


La palomilla me cabuleaba —recordarás—
cuando pasabas por nuestra esquina con rumbo al pan.
Cual tu vestido, rojo subido, callaba yo;
luego me entraba con tu mirada un mortal temblor.
“¡Trágame tierra!”, rogaba, bajando la cara ahí,
“¡con los piropos de estos, mis cuates, qué va a pensar de mí!”.

'Ora me sales con que en verdad te gustaba Juan;
de mis amigos, puede decirse el más vulgar.
Tanta dulzura, tanta finura —querida Inés—,
frases pensadas, versos, tonadas, voz de Gardel,
tanta loción, para nada: el baúl se tragó el papel,
y ese retrato del día de bodas nos mira envejecer.

Ay, Inés, sólo te queda dormir y soñar…
Ay, Inés, y los donjuanes por los zaguanes lanzan sus flores
a tu costeña manera de andar…

Todo a tu paso era ese paso del huracán;
¡cómo corría sangre por ser el galán triunfal!
“Eres mi cielo” —así me dijiste—, “el primer amor”,
pero era de otro —amor imposible— tu corazón.
Tu cabellera ahora recuerda el olor a mar;
sobre la almohada esa palmera anuncia un vendaval.

Ay, Inés, sólo te queda dormir y soñar…
Ay, Inés, hay un donjuán asaltando el zaguán…
Ay, Inés, sólo te queda dormir y soñar…
Ay, Inés, yo ya no sé si reír o llorar…
Ay, Inés…


En el análisis —en el otro blog— de la canción La víbora de Fabio Morábito, interpretada por Carmen Leñero, hablé del problema de las mujeres que siempre escogen a los patanes. Para no repetirme, a quien quiera profundizar en el tema lo remito a ese texto, así como al del análisis de Nunca dejaré que te vayas de Carlos Arellano. Bueno, pues Ay, Inés de Jaime López toca ese mismo tema desde otra perspectiva, pero sobre todo a través de otros recursos letrísticos y musicales, por lo que, una vez más, un análisis comparado puede resultar interesante.
El tratamiento crítico hacia la mujer de Nunca dejaré que te vayas (pese a que no se centra en la elección errónea femenina, como sí ocurre en las otras dos rolas) se hace desde la ternura y un pequeñísimo reproche, tan sutil que suele pasar desapercibido. Esto lo permite la elección de un narrador personaje, y la elección de la primera persona logra que la rola posea ese tono doméstico, desde el interior de la pareja misma. Por ello, atinadamente Carlos Arellano escoge un lenguaje directo, franco y sensible. En el caso de La víbora, Fabio Morábito sí centra el problema en la elección de la protagonista, pero escoge un narrador omnisciente, así que la perspectiva es indirecta, menos emocional, y con ello se permite un estilo más metafórico y elaborado. Pero en Ay, Inés Jaime López se diferencia de ambos casos. Igual que Arellano, López escoge un narrador personaje, en primera persona que se dirige a una segunda, la mujer de la decisión inadecuada, incoherente, inexplicable para el dolor del narrador. Por ello, el reproche es mayor, y obviamente más claro, sólo que nacido de un cansancio emocional, que ha derivado casi en una compasión por la desviación de la mujer amada, cercana a la de Princesa de Joaquín Sabina, por ejemplo, y que explica la exclamación del título y de los estribillos. Pero además, López también se diferencia de las otras dos rolas en su elección estilística. De hecho, la rola puede dividirse en dos partes claramente diferenciadas desde el punto de vista estilístico, que escinde el primer estribillo. En la primera parte, pese a usar el mismo narrador de Arellano, en lugar de la ternura directa escoge un coloquialismo barriero y urbano, sustentado en ese pequeño campo semántico distintivo (“palomilla”, “cabuleaba”, “¡trágame tierra!”, “cuates”, “piropos”, “zaguanes”), y también en las referencias a las costumbres del barrio (como la ida al pan de la protagonista o la reunión callejera de esa palomilla). Por ello, el estilo es directo como el de Arellano, pero diferente por ese andamio semántico bien elegido, que tantas veces ha utilizado López, como vimos en los análisis de Muriéndome de sed y No me dejes en Siberia. Pero en la segunda parte de la rola ese recurso prácticamente desaparece, y el estilo adquiere rasgos más metafóricos (“paso del huracán”, “tu cabellera ahora recuerda el olor a mar”, “esa palmera anuncia un vendaval”), sin llegar a oscuridades propias de otras rolas de Jaime, seguramente para no caer en la incongruencia. Este cambio se explica porque refleja el de la perspectiva del narrador, evocador pleno de esa emoción pasada en la primera parte, pero que finalmente aterriza en el amargo presente en la segunda. De alguna manera es como si Jaime López nos mostrara en una sola canción que su rasgo poético distintivo siempre pasea de lo cotidiano, humorístico, barriero y directo, a lo oscuro, altamente metafórico y maravillosamente elíptico. Pero si estas diferencias no bastaran, hay un aspecto central en la rola, que no poseen las otras dos: la permanente e irónica analogía con el don Juan Tenorio y doña Inés de la literatura, que se encuentran directamente en obras como El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, la ópera Don Giovanni de Mozart, y por supuesto Don Juan Tenorio de José Zorrilla, pero también en toda obra con seductor clásico, como Casanova, don Félix de El estudiante de Salamanca de Espronceda, el Marqués de Bradomín de las Sonatas de Valle-Inclán o el Vizconde de Valmont de Les liasons dangereuses de Choderlos de Laclos. A diferencia de las otras dos canciones, Ay, Inés se centra en esta analogía con esta referencia literaria, para llevarla a la vida moderna, mucho más primitiva y tosca, y ese contraste es el que le sirve para la ironía muy bien lograda, al estilo de los que hace Joyce en el Ulises. La Inés de Jaime López sería casi bufa si no fuera tan amarga al final, y el Juan mencionado aquí es un seductor grotesco, que representa a todos los que inmerecidamente arrebatan a la mujer adorada, en esta deformación de género que se ha mencionado. Por ello, una vez más el humor de López es sólo aparente (como suele pasar con los rupestres), y ese es su verdadero mérito, porque el puñetazo llega sólo después, cuando uno abarca el significado completo de su fondo, oculto bajo esos jugueteos con el estilo y la forma, por lo que el tratamiento del tema bajo sus manos es otro, muy distintivo, lleva su firma totalmente.
Por su parte, la melodía de balada-rock rupestre aporta su cuota nostálgica al tema, así que esa ironía de la letra se oculta (mejor dicho, se pospone) mejor. Lamentablemente, y como ya dije por ahí, Jaime López, extraordinario letrista, siempre es mucho menos exigente en la creación musical, pero sobre todo continuamente fallido en los arreglos. Incluso, como en el caso de Ay, Inés, suele echar a perder versiones que eran mejores como demos, a la hora de editarlas profesionalmente. En este caso, el fabuloso sax de Beto Delgado, que le aportaba delicadeza y calidez en la versión para radio, fue sustituido por un lamentable acordeón en la versión del disco Jaime López, lo que imprimió a la rola un aire norteño, mucho más superficial, pues terminó por resaltar el rasgo humorístico, en lugar de posponerlo como atinadamente lograba la letra. Este tipo de decisiones han impedido que Jaime López llegue al lugar que su calidad letrística merece, como ya expliqué en el otro blog. La versión que pongo aquí pertenece a un grupo de cuatro grabaciones radiales acompañado por el sax de Beto Delgado (las otras tres son Juana, Caite cadáver y Me siento bien, pero me siento mal) sobre su guitarra "de palo" sola, y que a mi juicio son de lo mejor que ha logrado Jaime, y que siempre he creído debió editarlas tal cual en disco (obviamente pulidas en su calidad sonora en el estudio profesional), lo que demuestra que muchas veces el mejor arreglo es el más sencillo. Como dije antes, la melodía de Ay, Inés resulta muy grata; sin demasiadas pretensiones, pero que cierra perfectamente, y como la voz de Jaime de por sí siempre suena lúdica, los rasgos melódicos de la canción, más bien tenues, equilibran la canción perfectamente. Es una pena que una canción de estos vuelos imaginativos y bien trabajados no haya quedado tal como está en esta versión, con todo su espíritu original, en un disco formal.

12 de noviembre de 2011

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS


Letra y música: Humberto Álvarez.
Intérprete: MCC.
Disco: MCC 1980/1984.


Me alcanzó la locura;
corrí...
corrí...
pero me alcanzó,
y provocó en mí el vómito del tiempo encarcelado,
hizo de mi existencia un por qué
y un cómo,
tradujo mis palabras a un idioma incoherente,
me lavó la cara llorosa,
sudada,
perdida entre el mundo.
La esquizofrenia amiga,
la enfermedad sabia me alcanzó,
y ahora
no me dejará,
pues sabe que el final
lo tengo yo.

En el filo del delirio aún se oye mi voz,
balbuceando la última razón.
El desorden va pintando un cielo de luz,
y va ahogando el asco y el shock.

Siento ausencia y hay mudanza,
ya no estoy aquí, ni en sus criptas;
paso a paso voy surgiendo al sol,
enterrando juramentos,
su blanca prisión
sufre depresión,
¡muere en conmoción!


En otro ejemplo de canción muy larga, y que, por ello, rompe toda condición comercial, El jardín de las delicias de MCC es una muestra casi contraria a la recién revisada Preguntando en los umbrales de Lucerna Diogenis. Esto porque si Lucerna Diogenis hizo una retrospectiva como homenaje un tanto irónico a la psicodelia, MCC explora su esencia más distintiva, y la lleva al límite, en un rock absolutamente progresivo, que incluye una introducción atmosférica muy lenta, líquida, y con texto recitado, para luego romper en un ritmo más energético y lleno de notas, en un estilo que recuerda a Yes. Y sin embargo, ambos grupos exploran vías estilísticas en el fondo muy emparentadas, por más distantes que parezcan a primera oída, gracias a que justo esa amplitud extraordinaria es lo que define al progresivo. Como dijimos, Lucerna Diogenis rompió con su línea tradicional en el disco Rock’n’roll, precisamente porque su rock progresivo es más cercano al rock clásico y al espíritu del blues, cimentado en las guitarras eléctricas y electroacústicas de Jorge Meneses. En cambio, MCC siempre siguió su vía del progresivo ambiental y polifónico, con base en los sintetizadores de Humberto Álvarez y Enrique Quezadas, con solos y figuras de apoyo complejos, así que sus exploraciones musicales se centraron en las atmósferas y en las influencias del rock sinfónico. Pero en más de una ocasión ambas búsquedas llegaron a territorios melódicos, emocionales y energéticos similares, sobre todo porque ambos estilos musicales apuntalaban el lucimiento de las voces, de Mario Rivas en el caso de MCC, y de Jorge y Gerardo Meneses en el de Lucerna Diogenis. Y si a eso le sumamos el estilo poético minimalista de las letras (lado poco habitual en los grupos del subgénero en México, como señalé antes), al final se da un espíritu común entre ambas bandas, de rock progresivo sensible e inteligente. Eso no significa que no se den las suficientes diferencias para compararlas. Y en este caso, esos contrastes no sólo permiten, sino impulsan el disfrute de las dos búsquedas, y no resulta tan fácil determinar cuál la concreta mejor, precisamente porque el progresivo es un subgénero complejo, lleno de tantos detalles significativos, que dificultan la elección (aunque en este caso Lucerna Diogenis lleva la desventaja de haber escogido una añoranza melódica, intencionalmente más simple; pero con otras rolas sería más complicado).
Como dije, El jardín de las delicias de MCC inicia con una atmósfera de hipnóticos acordes arpegiados (después del sorpresivo golpe sonoro introductorio, que amaina inmediatamente), en vueltas y vueltas con cambios mínimos, que ayudan a introducir el soliloquio recitado, y crean así una lentitud repetitiva, precisamente como los vaivenes ensimismados de los locos, tema de la letra (como veremos más adelante), por lo que la decisión es muy acertada. Pero después los mismos acordes abandonan su arpegio, en un sonido de órgano primero, para luego dar paso a notas que gradualmente pierden su coherencia armónica y pasan a la disonancia y el encabalgamiento de sonidos, hasta un pequeño caos sonoro de notas granizadas, cada vez más veloces, hasta que al fin se funden como átomos, que incluso dan una sensación de grabación al revés, al estilo de ciertos pasajes de Revolution N° 9 de los Beatles. Todo esto como una de las mejores muestras del progresivo más vanguardista y alucinado. Pero enseguida nuevos acordes se reacomodan en pares de golpes, para pasar al ritmo pleno con el ingreso de la batería, con una potencia que evoca de inmediato Sheep de Pink Floyd. Enseguida suena un impresionante solo vocal de Mario Rivas, que también recuerda las pinkfloydeanas The great gig in the sky y sobre todo A sacerful of secrets. Después, en medio y al final de las partes cantadas, los acordes aterrizan en una figura principal de sintetizador, como ya dijimos más propia de Emerson, Lake & Palmer o Yes. Y en una muestra más de la gran maestría vocal de Mario Rivas, la agudísima frase final de la letra, así como la figura que cierra la rola son simple y sencillamente inigualables. Todo esto, más los múltiples detalles, cambios de ritmo, pequeños quiebres y nuevos impulsos, etc., arman una auténtica obra maestra del rock progresivo mexicano, compleja, de virtuosismo impactante.
Por su parte, como ya dijimos la letra de El jardín de las delicias se centra en la locura, como en la ya revisada ¿Será por eso? de Caifanes (además de las referencias de otras artes citadas en el análisis de dicha rola en el otro blog, al que remito para no repetir). Pero Humberto Álvarez no explora el tema desde la oscuridad del psicópata, sino que recurre a un narrador personaje que posee una extraña mezcla de locura y conciencia de la misma, lo que no deja de ser paradójico si no se ve como lo que es: un mero recurso literario. En todo caso, atinadamente Álvarez especifica que es la esquizofrenia el tipo de mal mental del que nos habla, porque justo se caracteriza por ese vaivén entre locura y lucidez momentáneas; sin embargo, aquí se habla de esquizofrenia también de manera simbólica, en alusión a las distorsiones que provoca la vida moderna (no se dice expresamente, pero el estilo descriptivo y las imágenes “vómito del tiempo encarcelado” y “perdido entre el mundo”, además del ritmo a ratos industrial del arreglo, crean esa sensación de locura inducida por la época, y no literalmente física, congénita). Obviamente la canción El jardín de las delicias se basa en el célebre tríptico homónimo de El Bosco; sobre todo en su parte central, donde la locura se describe precisamente como una consecuencia de la corrupción humana (bajo la óptica de la moral medieval, evidentemente, además de que hay varias interpretaciones de la obra, entre ellas una que propone lo opuesto, una exaltación del placer libre, bastante osada para la época), que mostrará sus consecuencias en el infierno descrito en el tercer lado del tríptico. Adaptando esa mismo tema para su momento histórico, Humberto Álvarez escoge un estilo bastante transparente, para propiciar la credibilidad del narrador, y las escasas imágenes metafóricas poseen cierta ingenuidad, porque ese es el tipo de poesía involuntaria que crean las mentes distorsionadas: un tanto autómata e incoherente, pero sencilla (salvo casos más graves), rasgo que también define el estilo de la revisada ¿Será por eso? de Caifanes (basta compararlas), y por el mismo motivo de la credibilidad del narrador. En ese sentido, la letra de El jardín de las delicias se apega más al sentido del progresivo clásico (incluso la locura es uno de sus temas habituales), pero no deja de ser algo débil poéticamente, en comparación con el tratamiento mucho más ambicioso y oscuro de Pink Floyd, King Crimson o el mismo Lucerna Diogenis, por mencionar algunos ejemplos. No obstante, la melodía, los cambios rítmicos y el arreglo completo, además de las impecables ejecuciones instrumentales y vocales de MCC, equilibran absolutamente la rola, armando, como ya dijimos, una extraordinaria pieza larga, cumbre en el progresivo mexicano por donde quiera que se le mire.

17 de octubre de 2011

PREGUNTANDO EN LOS UMBRALES


Letra y música: Jorge Meneses.
Intérprete: Lucerna Diogenis.
Disco: Rock’n’roll.
También existe una versión previa, mucho más tradicional y corta, de cuando el grupo se llamaba
Boleto del metro, en su disco La última lágrima.




Abre las ventanas de su cara,
empapa con su lámpara el contorno,
desdobla lentamente su esperanza,
y sale.

Se anuda las ideas, y repasa
las huellas que ha llorado en el asfalto,
se palpa el corazón —su muro y grieta—,
y cae.

¿Es que en verdad no puedo hablar de días
que alimenten mi onírico paisaje?
¿Soy sólo sombra que escurre cenizas?
¿Mi tumba es mi único equipaje?

Acaricia de nuevo sus pisadas,
desangran sus retinas las ausencias,
se encaja en el suelo su mirada:
él llueve.

Respira los semblantes del desprecio
que crípticas soledades escupen;
descubre que cuestiona lo innegable,
y muere.

¿Es que en verdad no puedo hablar de días
que alimenten mi onírico paisaje?
¿Soy sólo sombra que escurre cenizas?
¿Mi tumba es mi único equipaje?


Como ya comenté en otros posts, poco a poco el rock fue adquiriendo carácter de verdadero arte; es decir, pasó de su identidad de cultura popular a alturas mayores, más trabajadas, más elaboradas e incluso con mayor sustento académico. Y si consiguió eso fue gracias a su inconformidad, y a que músicos visionarios (quizá el primero fue Bob Dylan) comprendieron que los temas de las chicas, los autos, el ritmo y la fiesta daban para muy poco, y que la música y las letras podían contener algo mucho más profundo y trascendente. Para ello, gradualmente se fueron rompiendo barreras, entre ellas las propias de las exigencias comerciales de managers, disqueras, radiodifusoras y aun el nivel del público (que pasó de las histéricas y gritonas adolescentes a escuchas más atentos, en búsqueda y crisis generacionales y existenciales). Una de estas primeras transgresiones se dio con la duración de las canciones. Por necesidades de la difusión radial, las canciones no podían durar más de 3 minutos, y eso propiciaba la lógica de los singles, en los discos de 45 rpm., con un lado B generalmente de relleno. Pero eso pronto cambió, y primero adquirieron sentido los LP’s, que pasaron de la mera unión de canciones a los discos conceptuales. Pero también se dio la ruptura con los famosos 3 minutos. No sé exactamente cuál fue la primera rola que se atrevió a hacerlo (seguro hay controversia al respecto, de esas que, la verdad, no tienen mucho sentido), pero muy rápido se multiplicaron los casos, porque pronto quedó en evidencia que las limitaciones impedían el desarrollo de búsquedas mayores, de experimentaciones sonoras y letrísticas de mayor peso y trascendencia, y la influencia de la música clásica (sonatas, suites y rapsodias primero, y después conciertos, sinfonías y hasta óperas) y aun el jazz, así como los nuevos recursos instrumentales (sintetizadores, acceso a instrumentos musicales exóticos y orquestaciones sinfónicas y músicos de estudio, efectos de sonido y grabación, desarrollo de mejores consolas, micrófonos y mezcladoras, etc.), pronto permitieron a los rockeros creaciones más ambiciosas (como podemos ver con Lennon y McCartney de los Beatles, Pete Townshend de The Who, Brian Wilson de los Beach Boys, etc.). Así, Like a rolling stone de Bob Dylan; Light my fire, The end, When the music’s over y Celebration of the King Lizard de los Doors; Stairway to heaven de Led Zeppelin; In-a-gadda-da-vida de Iron Butterfly; Atom heart mother, Shine on you crazy diamond, Dogs y Echoes de Pink Floyd; Roundabout de Yes; A quick one while he’s away y Won’t get fooled again de The Who; Sky pilot de The Animals; Revolution N° 9, I want you (she’s so heavy) y Hey Jude de los Beatles; Bohemian rhapsody de Queen; American pie de Don McLean; Sympathy for the devil de los Rolling Stones; Graveyard train de Creedence Clearwater Revival; Layla de Derek and The Dominoes (es decir, Eric Clapton), Suite: Judy blue eyes de Crosby, Stills & Nash, etc., están entre los más destacados de los innumerables ejemplos de canciones largas y complejas. Obviamente no todos los subgéneros del rock se atrevieron a esa exploración peligrosa (en ese momento), dada la necesidad de un dominio técnico de la ejecución instrumental y la riqueza literaria que requería un crecimiento artístico de esa naturaleza, y no faltó una contraposición a eso de parte de algunos ritmos (el punk, por ejemplo) que, con el endeble argumento de la “democratización” del rock (¿no les suena al discurso del rock urbano mexicano también, con el agregado de la “crítica social” y un “realismo de la marginalidad urbana”?), trató de justificar su auténtico bajo nivel musical y letrístico, disfrazándolo de postura ética (en realidad, moralina) y acceso a la música para todos (lo que equivaldría a igualar a los curanderos y brujos con los médicos que sí estudian, o a los “media cuchara” con los arquitectos, a los astrólogos y esotéricos con los astrónomos, etc.). Por ello, las canciones largas (además de los discos conceptuales y las óperas-rock, que son otras consecuencias de esta experimentación nueva) se dieron más en la psicodelia, el rock progresivo y el rock sinfónico, de manera absolutamente natural.
El rock mexicano también vivió esa influencia, con canciones como Nasty sex de La Revolución de Emiliano Zapata en la época de Avándaro, y después con rolas como la revisada El Tlalocman de Botellita de jerez, algunas de MCC, como Nuestra historia (sobre un poema de Constantino Cavafis) y la revisada Los amores de Tato, y sobre todo la mencionada Viaje al espacio visceral de Guillermo Briseño, quizás el máximo ejemplo hasta la fecha. Pero como podemos ver, el rock nacional ha limitado mucho su búsqueda, y sólo el etnorrock y el progresivo instrumental de músicos y grupos como Tribu, José Luis Fernández Ledesma, José Luis Almeida, Eblén Macari, Iconoclasta, Oxomaxoma, 0.720 Aleación, Antonio Zepeda, Banda elástica, Cabezas de cera, Viraje, Chac Mool, Decibel, Humberto Álvarez, Jorge Reyes, Nazca, Nirgal Vallis, Rolando Chía, Vía láctea, Al universo, Praxis, y lo instrumental de Delirium, Alquimia, Arturo Meza y Armando Rosas, entre otros, se han atrevido a las piezas largas. Pero como ya dije, muy rara vez con letra. De los otros subgéneros del rock mexicano, casi nada.
Justamente por lo último es notorio el ejemplo de Preguntando en los umbrales de Lucerna Diogenis, pues, a pesar de que es un grupo básicamente ligado al progresivo, como ya he dicho lo está más cercano al de Pink Floyd, King Crimson y Jethro Tull, que sí creaban canciones (es decir, con letra), y no tanto piezas instrumentales. Además, Lucerna Diogenis también se caracteriza por la exploración de muchos ritmos, incluyendo los más tradicionales, como el blues (como Fantasma y El blues del mejor amigo), el folk mexicano (es decir, el ligado a lo trovadoresco, como en Intervalo), la balada-rock (como las revisadas Polvo de luna y Quiero huir), el fox trot (como A mi mujer) y hasta el bolero (como Mudo auricular). Quizá por eso, el grupo decidió hacer un disco más rítmico, llamado Rock’n’roll, título que no deja de tener su ironía, al estilo de A collection of great dance songs de Pink Floyd, y que sobre todo es una especie de nostalgia o rescate de su pasado de rock urbano-rupestre, cuando el grupo se llamaba Boleto del metro, y por eso es una especie de ironía también del disco Rock’n’roll de John Lennon, aunque como suele pasar con los grupos de rock progresivo, estos juegos son casi privados, y pasan desapercibidos para la mayoría de los escuchas. En todo caso, Preguntando en los umbrales es una especie de homenaje a las grandes canciones largas de la psicodelia, con reminiscencias y guiños directos a las mencionadas In-a-gadda-da-vida de Iron Butterfly y Light my fire de los Doors. Además, en una ironía adicional (este disco es especialmente irónico, algo que ya se veía venir con canciones previas, como El perro y la misma A mi mujer), también satiriza (o al menos así lo siento yo) las típicas canciones de cierre de los conciertos, en que los instrumentos se quedan solos para presentar a los músicos de la banda. Pero a pesar de todos estos divertimentos de humor negro autoflagelante (pues no deja de ser una revisión crítica del hecho mismo de ser rockero, y más por venir de un grupo progresivo, jugueteando con los ritmos tradicionales), que algo recuerdan el espíritu de José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sáinz y otros escritores de la Literatura de la onda, además de Salinger, Kerouac y aun Jorge Ibargüengoitia, Preguntando en los umbrales igual es una buena muestra de destreza instrumental, y los solos que la caracterizan están bien logrados, a pesar de que algunos (como el del bajo, por ejemplo, o el del órgano clásico tipo Ray Manzarek, Doug Ingle, David Cohen, Gregg Rolie o Billy Preston) desconciertan un poco al salirse de sus escalas fijas. No obstante, estas “desobediencias” melódicas (que evocan de inmediato la rebeldía del blues) sorpresivamente igual suenan bien, y retoman con acierto la línea melódica al reintegrarse gradualmente a la “vuelta” de la canción; es decir, al momento en que todos los instrumentos vuelven a estar juntos, y se desarrolla la segunda parte de la letra. Estos y varios detalles más (el chirrido de la guitarra y el solo de batería al estilo de In-a-gadda-da-vida, los solos de órgano y requinto estilo Light my fire, el efecto wah-wah de la guitarra rítmica, típico de las psicodélicas como la de Jimi Hendrix, etc.) subrayan la intención musical de la rola, ese mencionado homenaje al rock hippie, algo que de por sí es indudable en esta versión, al poder compararla con la mencionada versión original, que carecía de esta intención. No obstante, y lógicamente, Lucerna Diogenis conserva elementos propios de su naturaleza más moderna y progresiva, como el notable cambio de ritmo del estribillo, o el recurso de las voces alternadas y encabalgadas, cargadas también alternativamente a uno de los canales (al estilo de Run like hell, de Pink Floyd), y sobre todo esas mencionadas “desobediencias” melódicas de los solos instrumentales. De este modo, es perfectamente coherente la duración larga de la rola, pues si se escoge debe poseer los suficientes detalles y riquezas sonoras que la justifiquen. Así, en el plano musical Preguntando en los umbrales es altamente disfrutable, y uno puede entregarse a escuchar sus solos firmes y atractivos con mucho placer y nostalgia.
Pero como pasa con muchos grupos progresivos, Lucerna Diogenis juega también con el escucha, y todo el espíritu de la música y el arreglo, casi festivo, choca con el fondo oscuro de su letra, que nos golpea sin darnos demasiada cuenta. Al estilo del Ulises de Joyce, y sobre todo A day in the life de los Beatles, Llover sobre mojado de Silvio Rodríguez en la trova, y Espejo roto de Gerardo Enciso, Preguntando en los umbrales narra un solo día de la vida de un personaje, en este caso sombrío, límite, desesperado, y que carga a cuestas toda la angustia existencial posible, el gran fracaso de toda una historia personal. Por ello, la letra de la rola es mucho más cercana al tema de Caminó de Roberto González, porque este día descrito no es cualquiera, sino el de la muerte del personaje, el día en que todo revienta por fin, de puro agotamiento y derrota. Pero Jorge Meneses escoge una vez más la técnica del mosaico o del vitral (como en la revisada Quiero huir), sólo que de manera más homogénea, y toma pequeños fragmentos, mínimas acciones creadas con metáforas y prosopopeyas casi puras, totalmente directas en su estructura, pero complejas en sus imágenes (sin ser demasiado oscuras), que describen los últimos actos llenos de amargura y ya casi autómatas del protagonista, sólo rotos momentáneamente por las interrogaciones retóricas, en el fondo desesperanzadas, porque su respuesta negativa se conoce de antemano. Atinadamente este fondo cargado se equilibra a través de la estructura poética, que resulta casi clásica, en cuartetos, de puros versos endecasílabos (salvo el primero, decasílabo, por la libertad intrínseca de una letra de canción) en los tres primeros versos, más el de cierre, trisílabo, además de los estribillos, sólo de endecasílabos, por lo que la letra de Preguntando en los umbrales muestra un trabajo formal muy cuidadoso, y aunque evidentemente la extensión de sus solos parecieran minimizar el contenido de la letra, este cuidado de la forma y la fuerza del fondo y la emoción logran una rola correctamente equilibrada, que sale airosa del alto riesgo que implica siempre transgredir la duración comercial establecida. Un disfrute sabroso, evocador y poderoso.

29 de septiembre de 2011

LLÉVATE LEJOS TU BLUES


Letra y música: Roberto Ponce.
Intérprete: Callo y colmillo, es decir Nina Galindo y Roberto Ponce.
Disco: sin editar en disco, grabada para Radio Educación.
También hay una versión del propio Ponce, grabada para la misma estación radial, además de la versión editada de
Nina Galindo, en su disco Brindis por un difunto.




Sabes muy bien que te amo también,
¿por qué me tratas así?
Dame tu amor o déjame en paz,
llévate lejos tu blues.

Mientras ayer dormías aquí,
hoy has huido de mí.
Dime por qué te portas así,
abrazando a otra mujer.

Ya tu veneno en la cama quedó,
y no me deja dormir.
No existe antídoto para el amor,
y creo que voy a morir.

Pero si al fin te quieres marchar,
hazlo, y no vuelvas jamás.
Dame tu amor o déjame en paz,
llévate lejos tu blues.

Ya tu veneno en la cama quedó,
y no me deja dormir.
No existe antídoto para el amor,
y creo que voy a morir.

Pero si al fin te quieres marchar,
hazlo, y no vuelvas jamás.
Dame tu amor o déjame en paz,
llévate lejos tu blues,
llévate lejos tu blues,
llévate lejos tu blues,
llévate el blues


Como mencioné en el post anterior, hay varias coincidencias entre la recién analizada Blues de la nube y Llévate lejos tu blues de Roberto Ponce, que interpretó junto a Nina Galindo, en el fugaz dueto Callo y colmillo. Y como también hay suficientes diferencias, un análisis comparativo entre ambas rolas podría resultar interesante. La primera coincidencia obviamente es la temática, porque son reflexiones básicamente sobre el mismo conflicto: el desencuentro amoroso, que ya ha provocado un cansancio emocional en sus protagonistas, un fastidio que sólo puede desembocar en el reproche y en la necesidad de definiciones, en ambos casos presumiblemente fallidas, y quizá en el fin de la relación. Pero la primera diferencia es que, mientras Blues de la nube suena más liviana, Llévate lejos tu blues aborda el tema desde un ángulo más sombrío, con mayor desencanto. Justo por eso, y pese a que, en una coincidencia más, ambas canciones se desenvuelven en ritmo de blues, para su melodía Roberto Ponce escoge el tono menor, más solemne y melancólico, porque así es el ánimo de la letra. En cambio, la estructura musical en tonos mayores (con séptimas, como en el blues más clásico) que usa Enrique Quezadas, le da un tono más socarrón, casi cínico. ¿Quién escoge mejor? Ambos en realidad, porque el dúo de Blues de la nube es teatral, y Betsy Pecanins y Kiko Bandido asumen las respectivas visiones de género en la pareja, mientras que el dúo de Llévate lejos tu blues es sólo musical, porque las intervenciones vocales de Ponce sólo adornan y rellenan, pero la voz principal de Nina desarrolla el estilo solipsista de la canción, unilateral, y por ello desconocemos si esa perorata dolida y harta es justa o injusta, válida o inválida, al no poder acceder a su réplica. Así, tanto Quezadas como Ponce eligen las tónicas correctamente, de acuerdo con el sentido de sus letras y su elección de los narradores. Por otro lado, también hay coincidencia en cuanto al tipo de lenguaje, plenamente coloquial y transparente, al ser canciones desarrolladas por narradores-personajes. Eso implica que los autores eligieron centrar la rola en su aspecto emocional y (un poco menos) en su fondo, y no tanto en la búsqueda formal. Y si le sumamos a eso que el blues tradicional suele usar esa elección de estilo, narradores y primera persona verbal (por ejemplo, gran parte de Muddy Waters, B. B. King o Robert Johnson), la elección rítmica también adquiere sentido. No obstante, Roberto Ponce acude a un pequeño recurso literario, casi “truco”: incluye en el título (primera lexía, importantísima en una rola narrativa) la referencia directa al blues, que repetirá en las dos estrofas que completan la idea central, y sobre todo en el cierre de la canción. Este recurso, aparentemente superfluo, es más significativo de lo que pudiera creerse, pues aviva la relación de la canción con su ritmo, pero también con el espíritu de esa elección, y eso permite que la sencillez del lenguaje se explique mejor, adquiera mayor lógica, y con la ayuda del tono menor, suena más auténtica, más coherente con el estado anímico del personaje, tan abatido, tan exhausto emocionalmente, que en este caso no puede distraerse con búsquedas formales. Es decir, podemos comprender y validar la elección de la simpleza estilística, gracias a que sentimos más viva, más clara, la empatía con el protagonista. Evidentemente, este recurso estilístico de Roberto Ponce, nada extraño en él (por lo mismo escoge “Calzada de Tlalpan” para la rola homónima ya analizada, y no “la ciudad”, “las calles”, “la urbe” o algo así de indirecto, como harían muchos compositores menos hábiles), impacta sin que nos demos cuenta plenamente, y esa es gran parte de su gracia. Quezadas no usa eso, y deja que la relación con el blues se limite al ritmo y las características del narrador y su lenguaje cotidiano, y si a eso le sumamos que escoge el tono de mayores con séptima, sin duda el impacto emocional se reduce, se va por lo irónico, más liviano, y de este modo la sensación que deja esa elección estilística es que su fondo se quedó un poco corto, en lo grato, pero sin gran trascendencia. Justamente a estas diferencias me refería yo cuando dije que, comparada con Blues de la nube, Llévate lejos tu blues resuelve mejor el conflicto entre su lenguaje transparente con sus elecciones musicales y su fondo.
Por su parte, obviamente al tratarse de una rola plenamente rupestre (en esta versión), sin recursos de estudio ni instrumentales al alcance (y de hecho al ser una versión inédita, sólo grabada para radio), el arreglo de Llévate lejos tu blues es mucho más pobre. Roberto Ponce usa el ingenio propio de los rupestres, y con su voz intenta llenar los espacios que deja la interpretación a guitarra de palo limpia, tanto en el tarareo del intermedio, como en las frases de apoyo a la voz principal de Nina. De este modo, se insinúa lo que podría llegar a ser la rola, de contar con esas herramientas en una edición profesional, pero evidentemente esa es una riqueza sólo potencial, no comprobada, por lo que no podemos incluirla en su valoración (además de que podría resultar como la mencionada versión editada de Nina, absolutamente insípida, plana). Pero lo que sí es indudable es que la estructura melódica que arma la elección de los acordes es un poco más rica en la rola de Ponce que en la de Quezadas, gracias a su bajada distintiva, en derivados de su tónica menor, y la incorporación de un estribillo más definido, a dos voces.
Por todos estos detalles, considero que Llévate lejos tu blues lleva cierta ventaja sobre Blues de la nube en un análisis comparativo, aunque claramente esa diferencia es muy leve, y ambas rolas logran entrar en el terreno de la buena calidad, disfrutables por catárticas, emotivas y sinceras, y sobre todo por su solidez melódica, impecable para desarrollar excelentes ejemplos de gran interpretación vocal. Se aceptan opiniones.

23 de septiembre de 2011

BLUES DE LA NUBE


Letra y música: Enrique Quezadas (aunque al parecer participaron en la letra Carolina Rivera y Fernando Sariñana, pero no tengo los créditos exactos a mano).
Intérpretes: Enrique Quezadas, Betsy Pecanins y Kiko Bandido.
Disco: Banda sonora de la película Cilantro y Perejil.
También existe una versión muy reciente de
La Orquesta Mondragón, en dúo con Betsy, en el disco El maquinista de la general del grupo español.




Ya te lloré como nube,
te di mi corazón,
envuelto para regalo
con todo y pasión.

Me desperté con tu ausencia.
No me has llamado hoy.
La cama esta fría,
le falta tu calor.

No quiero andar por las ramas:
tu cuerpo es mi sinrazón.
Te firmo lo que tú quieras;
estoy que me muero,
¡hazme el amor!

La noche en mi ventana
te quiere ver junto a mí;
las ganas bien afiladas: soy de ti,
no puedo ni dormir.

Siempre preguntas qué siento;
yo ya no sé qué decir.
Ya hasta fui a ver al psiquiatra,
a ver si me explica
qué quieres de mí.

Nunca preguntas qué siento,
qué sueños viven en mí.
Ya me leyeron las cartas, y es así
la vida junto a ti.

He señalado que, en general, cuando se crea a petición, los resultados suelen ser pobres, precisamente porque la obra de arte ya comienza con limitantes que no forman parte de su naturaleza libre. Y lo sostengo. Puse el ejemplo de las canciones que hizo Guillermo Briseño para el programa de televisión Nexos, sin duda muy inferiores a sus canciones sin propósito forzado. No obstante, las excepciones existen, obviamente. E incluso hay auténticos expertos, que centran su vida en las creaciones a petición. De hecho, en la pintura ha formado parte de su historia más determinante: retratos, paisajes, murales, se hicieron por encargo muchos años. Ahí están los murales de la Capilla Sixtina, los retratos de la nobleza, etc. En la música, existe el campo de la musicalización; es decir, música creada para servir a otro fin, especialmente para otra rama del arte, como el teatro, el ballet, y sobre todo, el cine. Por ello, no es de extrañar que uno se tope con música excepcional, escrita especialmente para una trama cinematográfica, para una ambientación precisa, determinada de antemano. Para mí son inolvidables las bandas sonoras de Rosemary’s baby de Roman Polanski, Midnight express de Alan Parker o Taxi driver de Martin Scorsese, por poner algunos ejemplos. Algunas de sus piezas se han convertido en verdaderos clásicos. Pero si la música instrumental, básicamente ambiental, es la más abundante, también destacan canciones hechas para las películas; es decir, con música y letra. Y de hecho existe el Oscar para esa categoría específica.
El cine mexicano moderno ha dado poca importancia a la música. Ni siquiera la ambiental suele usarse, y las películas mexicanas tienden a los diálogos sin fondo, o a los sonidos naturales. Quizá es una reacción contra la comedia ranchera de la llamada Época de oro, en que la música era fundamental, y un número importante de los actores principales solían cantar una o varias canciones, lo que le daba a ese cine un tono sumamente pueril a ratos, liviano, alejado de la realidad. Con el cine moderno, mucho más centrado en la marginalidad cruda y básicamente urbana, se pasó al lado opuesto, y la banda sonora prácticamente desapareció, o se limitó sólo a un tema de apertura y uno de cierre, para los créditos. Pero recientemente eso ha cambiado una vez más, y la banda sonora ha vuelto a tomar importancia, en películas como Amores perros, Amarte duele y otras. En un principio, se tomaron canciones ya hechas; es decir, no compuestas específicamente para la película, sino incluso de varios años anteriores. Después se mezclaron con las mandadas a hacer especialmente, y después, poco a poco, se ha ido optando por encargar música especializada. Películas como Lola de María Novaro, ¿Cómo ves? de Paul Leduc, Un toke de roc de Sergio García y Ciudad de ciegos de Alberto Cortés volvieron central el papel de la banda sonora rockera, por estar ligadas con el rock mexicano en su trama misma. Pero aún las que no, fueron incorporando canciones de rock para distintas escenas. Este último caso es el de Cilantro y perejil de Rafael Montero, y la canción Blues de la nube del exintegrante de MCC y Nota roja, Enrique Quezadas, incluso ganó el Ariel a la mejor canción (que ganó además el de la mejor música de fondo escrita especialmente para una película), en un caso inédito en el rock mexicano. Pese a que Quezadas se ha ido últimamente por el terreno de la trova, en Blues de la nube es indudable la influencia de su pasado rockero, y de hecho la rola no se va por el terreno habitual en él del progresivo basado en teclados, sino que vuelve a la raíz, en un blues tradicional, que incluye la guitarra electroacústica con slider adornando la base de piano, muy a la Big Mama Thornton. Por ello, la melodía no intenta grandes innovaciones, sino que homenajea el sonido clásico del delta del Mississippi, pero con toques más modernos en la ejecución pianística del propio Quezadas. Para tal rescate, no había decisión más acertada que acudir a las mejores voces blueseras del país: la femenina de Betsy Pecanins y la masculina de Francisco Rodríguez, mejor conocido como Kiko Bandido, por el extraordinario grupo de la época de Avándaro, del que fue vocalista. Y ambos cantantes dan una lección de control vocal realmente impactante, con esos timbres únicos, contundentes, juguetones porque pueden hacerlo todo, abarcar cualquier vaivén, cualquier bajada, cualquier síncopa. Por ello, el arreglo y la ejecución de Blues de la nube alcanzan una de las alturas más notables en la irregular historia del blues nacional, raquítico, ciertamente mediocre, salvo por las honrosísimas excepciones tantas veces mencionadas (Real de Catorce, Briseño, Nina Galindo, etc.). Absolutamente simbólico de esta realidad mediocre del subgénero en México el que una canción hecha para cine, y que, por lo tanto, no está absolutamente centrada en su significación como canción por sí misma, sea una de las más meritorias…
Como el espíritu de la letra es el conflicto de pareja, justo porque es también el de la película, Quezadas arma este dúo de incomunicación, casi de opereta, para reflejar la ridiculez en que se convierten las relaciones amorosas contemporáneas, entre las necesidades de sobrevivencia, las exigencias, las frustraciones, y los reproches que ponen en evidencia cómo cada uno piensa en sí mismo antes que en el otro o en la relación. Pero el tratamiento de la rola coincide con el de la película también: se van por el humor liviano, lúcido y disfrutable, aunque sin gran trascendencia. Por ello, la letra no sólo es casi absolutamente transparente (con excepción de la prosopopeya “la noche en mi ventana te quiere ver junto a mí” y la comparación “ya te lloré como nube”, que no dejan de ser simples), sino que resulta francamente pobre. No obstante, esa limitación tiene un espíritu: asemejarse al del blues amoroso más tradicional, de melancolía pura, sin refinamientos, que tiene poco alcance, el del desahogo momentáneo y nada más, casi en secreto, casi para uno solo. El aporte de Blues de la nube está sin duda en la música, porque además de las riquezas del arreglo y las interpretaciones vocales, Quezadas inserta un par de recursos melódicos más propios del bolero, como esa bajada en semitonos de tres acordes menores, después del paso a la tercera mayor. De esta manera, el dúo vocal adquiere más sentido, y la rola entera se contagia de ese aire de bolero de arrabal, por lo que la transparencia de la letra se compensa, adquiere lógica, aunque a mi juicio no lo suficiente para volverse un gran blues. En ese sentido, y por poner un ejemplo, su pariente cercana, Llévate lejos tu blues de Roberto Ponce, interpretada por Nina Galindo, resuelve mejor su conflicto con la letra transparente, e incluso más catártica. Pese a ello, y gracias a los méritos mencionados, Blues de la nube igual es muy disfrutable, y ha pasado a ser un clásico, muy por encima de composiciones de supuestos “especialistas” del género en México. Un deleite, que nutre poco, pero igual se goza.


1 de septiembre de 2011

LA ÚLTIMA NEURONA

Letra, música e intérprete: Daniel Tuchmann.
Disco: La última neurona.




No me pidas que me quede,
pues no me puedo quedar;
además, te aburriría
a la semana, sin pensar.
Lo que pasa es que estoy loco,
pero loco de verdad;
no pienses que es una pose
o que te quiero impresionar.

Lo que pasa es que estoy loco,
pero loco de verdad…
La neurona que me queda
me la quiero reservar,
para el día de mi muerte
—no se me vaya a pasar,
y me quede para siempre
en este espantoso lugar,
y me quede para siempre
en este espantoso lugar—.

No me pidas que me quede,
pues no me puedo quedar;
además, te aburriría
a la semana, sin pensar.
Lo que pasa es que estoy loco,
pero loco de verdad;
no pienses que es una pose
o que te quiero impresionar.

Lo que pasa es que estoy loco,
pero loco de verdad…
La neurona que me queda
me la quiero reservar,
para el día de mi muerte
—no se me vaya a pasar,
y me quede para siempre
en este espantoso lugar,
y me quede para siempre
en este espantoso lugar—.

Mi vida,
¡qué aburrida será!
Mi suerte,
¡qué aburrida será!
Mi muerte,
¡no se me vaya a pasar!


Siguiendo con el tema del humor, La última neurona de Daniel Tuchmann lo ejemplifica perfectamente, y justo en la misma frontera difusa (y afortunadamente ya caduca) entre trova y rock. Esto último porque Tuchmann es un destacadísimo ejecutante de la guitarra eléctrica (imposible pensar en un instrumento más rockero, y su técnica notable la podemos apreciar en los solos de la ya revisada Tardes de Briseño, sobre el poema Tierra mojada de López Velarde), pero a la vez él mismo siempre se ha considerado más un trovador. Y para ampliar esta amalgama musical, en La última neurona desarrolla un ritmo más propio del reggae, pero envuelto en un arreglo muy cercano al funk, con esos metales potentes adornando los finales de los últimos versos, por lo que juguetea con ese espíritu del sonido motown. Pero, además, le imprime a su melodía ciertos toques de balada-rock, ampliando el espectro musical de sus influencias. De manera muy inteligente, Tuchmann escoge estos elementos musicales porque son los más propicios para el sentido lúdico, desfachatado de la letra, y todo esto, más los vaivenes de la voz precisa de Tuchmann, entre la calidez inicial y la potencia desgarrada del final, enriquecen el poder musical de la canción, también con fuertes aires del James Brown de Please, please, please, por ejemplo, y del rhythm & blues de fanfarronería y seducción que lo precedieron. Pero Tuchmann se va por el humor negro, básicamente por el gran recurso de reírse de sí mismo, al estilo de Woody Allen, ante la vida precaria que, por lo mismo, no hay que tomarse en serio, o al menos no todo el tiempo. En ese sentido, La última neurona tiene un fondo altamente catártico, pero no al estilo clásico; es decir, no a través de la tragedia ajena que luego libera la angustia ante la propia, sino de la ironía, de efecto inmediato. No obstante, igual hay una pequeña actitud crítica: no deja de señalar que la vida es un “espantoso lugar”, del que nos rescata la muerte. Tanto así, que el verdadero deseo es que la poca lucidez no se vaya, para que esa muerte liberadora “no se me vaya a pasar”. De este modo, el humor de La última neurona no es tanto cínico, sino fársico, con la carga amarga muy velada, sutil, al estilo de Beckett en Esperando a Godot y otras obras.
Obviamente el tipo de narrador y el tema de la rola requerían un lenguaje coloquial, cotidiano, que sonara como lo que es: un monólogo, aunque como mero recurso estilístico parezca dirigido a alguien específico, y no al público en general. Con esto, Tuchmann logra que su lenguaje suene vivo, y que el narrador-personaje suene tan presente (apoyado, obviamente, por esa elección de la primera persona verbal), con una transmisión más directa de sus emociones, livianas y al mismo tiempo fastidiadas, pero sin una amargura real, sino sólo muy al fondo, cuando nos quedamos reflexionando, luego de la sonrisa, ya que la rola terminó. Así, la sutileza de su fondo choca con la transparencia de su lenguaje, pero no inmediatamente, lo que es muestra del acierto estilístico de Tuchmann. Para el final, no es de extrañar que la letra se centre en el aburrimiento, que ya había mencionado irónicamente en el tercer verso, porque La última neurona también suelta una pequeña crítica a la vida de pareja tradicional. Esa institución monstruosa, pero aceptadísima y promovida por religión, discurso oficial y costumbre, en esta rola es la responsable de que la vida se vuelva ese “espantoso lugar”, y que todo el que no la siga sea, incluso para sí mismo, un “loco, pero loco de verdad”, que lo último que desea es quedarse en ella. Lo notable del recurso de Tuchmann es que incluso esa crítica, el verdadero fondo de la letra, no se note de entrada. Pero no es una deficiencia; al contrario, se corresponde perfectamente con el tono humorístico negro. En otras canciones se podrá ver su lado más amargo, directo. Pero para La última neurona Daniel Tuchmann prefiere la catarsis del divertimento autoirónico, porque no pretende resolver nada, sino sólo describirlo sarcásticamente, en el fondo para que duela menos, aunque sea por un rato. Y quienes conocemos esa práctica, sabemos lo mucho que alivia…

11 de agosto de 2011

EL TLALOCMAN


Letra y música: No tengo a mano los créditos exactos, pero participaron en la creación al menos Salvador Chava Flores, Carlos Monsiváis y Alfonso Arau, no sé exactamente en qué medida.
Intérprete: Botellita de jerez.
Disco: Naco es chido.




De día,
muy temprano tengo que checar;
de noche,
me transformo en el Tlalocman.

Me sobran superpoderes,
también me sobra debilidad,
y con mi supervista
te puedo, nena, radiografiar.
Me dicen Gutierritos
los que no saben que soy Tlalocman.
¡Tlalocman!

He combatido a los villanos
que del espacio suelen llegar,
pero mi suegra me quiso regañar,
por haragán.

De día,
muy temprano tengo que checar;
de noche,
me transformo en el Tlalocman.

Me sobran superpoderes,
también me sobra debilidad,
y con mi supermano
hoy la quincena voy a pagar.
De mañana, cajero;
de noche, baby, soy el Tlalocman.
¡Tlalocman!

Soy muy man,
requete man,
¡cáspita, man!,
muy, muy man.
Man, man, man,
soy el Tlalocman.

De día,
muy temprano tengo que checar;
de noche,
me transformo en el Tlalocman.

Me sobran superpoderes,
también me sobra debilidad,
y con mi supervista
te puedo, nena, radiografiar.
Me dicen Gutierritos
los que no saben que soy Tlalocman.
¡Tlalocman!

Soy muy man,
requete man,
¡cáspita, man!,
muy, muy man.
Man, man, man,
soy el Tlalocman.


Si al hablar sólo de influencia podía ponerse en duda la de Chava Flores en el rock mexicano, su histórica participación directa en el mismo no deja lugar a dudas. Existen varias versiones de los hechos, pero más o menos se sabe que la idea de Alfonso Arau de crear un grupo de rock surgió más por diversión y para un espectáculo puntual, que por convicción. De esta manera, Arau, comediante, bailarín y actor en el auge de su carrera, convocó a personajes tan disímiles como sorprendentes para su proyecto, como Carlos Monsiváis y el mencionado Chava Flores, que participaban, según sé, sólo en las composiciones, más un grupo de músicos diversos. Y surgió así el grupo Los Tepetatles (algo así como “Los Beatles de tepetate”). Además del espectáculo mencionado, el grupo dejó un único disco, Arau a go go, que es toda una reliquia. Y años después, el hijo de Alfonso Arau, Sergio, guitarrista de Botellita de jerez, retomó una de las canciones del disco: El Tlalocman. Y más allá de si participó o no plenamente en el grupo, la sola idea de incluir a Chava Flores muestra cómo el espíritu humorístico se ha asociado siempre con el rock mexicano, lo que explica también la incorporación, esa sí indudable, de Carlos Monsiváis, que fue un humorista permanente, por escrito y aun en la plática, como muestran sus extraordinarias crónicas, ensayos, prólogos, artículos, y sobre todo su célebre columna Por mi madre, bohemios, pilar fundamental de la crítica política mexicana. La influencia de Chava Flores es notoria en El Tlalocman. Su letra, sencilla y mordaz, es otra muestra de su crítica a la idiosincrasia nacional, que es conformista disfrazada de soñadora, ingenua y a la vez corrompida, mediocre y altanera a la par, bravucona y cobarde en alternancia convenenciera o impulsiva. Caos, contradicción, sincretismo, locura, soledad, melancolía, violencia, se conjugan con una gran dosis de ignorancia, atraso e instinto de sobrevivencia a toda costa, armando la gran Comedia humana nacional, la Tragicomedia mexicana, como la calificó José Agustín. Chava Flores y Monsiváis dedicaron su vida a retratarla, a desmenuzarla, cada uno a su estilo, pero con igual contundencia e ingenio. Mucho más liviano y transparente (por lógica diferencia educativa), Chava Flores igual acierta plenamente, y se burla una vez más de los afanes heroicos del “mexicano medio” (como dice Roberto González en Lentejuelas), que recuerdan, en su visión más seria, la novela La gloria de don Ramiro de Enrique Larreta, el relato En la galería de Franz Kafka, o más cercanamente, el mismo Don Quijote de Cervantes, sólo que a la mexicana, prosaico, burdo, inconsciente por limitación intelectual, y no por locura (la referencia a Gutierritos es otra cara de la misma moneda, pero peor, porque es muestra de la franca tomadura de pelo del melodrama telenovelero, que vende la historia de La Cenicienta una y otra vez, centrada en la fortuna o la belleza, y no en la actitud crítica). Así, el burócrata que sueña con hazañas y tamaños imposibles, mientras ve su vida cotidiana en la ruina, representa al mexicano promedio, humillado por la realidad, y que en lugar de cultivarse, concentrarse y actuar para transformarla, se evade en fantasías inútiles, en una prolongación de la mencionada A qué le tiras cuando sueñas. Uno perfectamente podría concentrarse en el análisis de las condiciones históricas que han propiciado esa personalidad nacional, como la falta de oportunidades, el fomento de la incultura como estrategia política de los gobiernos priístas (y ahora panistas, cínicamente asociados con la patética Elba Esther Gordillo), la corrupción, la marginalidad, la mala nutrición, etc. Pero El Tlalocman apunta al conformismo de facto, que sí es responsabilidad del ciudadano en muy buena parte. Pero todo esto se muestra de manera humorística, casi inofensiva, porque la intención es juguetona (después el propio Alfonso Arau llevaría este tono al cine, en El Águila descalza), catártica, sin dejar de ser crítica (porque podría evitarse el tema, simplemente, y no es así). ¿No es ya indudable la influencia de Chava Flores en el rock mexicano?
Por su parte, la versión de Botellita de jerez de El Tlalocman es uno de sus logros más disfrutables y frescos. La liviandad rítmica de la versión de Los Tepetatles cambia radicalmente, y Botellita de jerez imprime en su versión una potencia de auténtico hard rock, con la guitarra distorsionada de Sergio Arau como gran soporte del riff introductorio (y final), además de su fuerte interpretación vocal en los estribillos, que suele irritar un poco, pero que aquí cumple su función perfectamente. Pero la auténtica maravilla de este arreglo es el ingeniosísimo intermedio, en el que el ritmo se va alentando conforme se queda sola la batería de Francisco Barrios El Mastuerzo, para luego dar paso a las percusiones y los alientos prehispánicos (flautas de barro, caracoles, etc.) del invitado José Ávila, del grupo Los Folkloristas (en una de las máximas muestras del afortunado cambio de actitud de los trovadores respecto a su inicial prejuicio con el rock). El resultado es una parodia deliciosa del sincretismo propio del etnorrock, que es también el que define al híbrido ridículo entre el dios Tláloc nahua y el superhéroe occidental de cómic (¿no recuerda a Tiempo de híbridos de Rockdrigo?), que a la vez simboliza el sincretismo esperpéntico de nuestra idiosincrasia, de narcolimosnas, santa Muerte, Legionarios de Cristo pedófilos, etc. Curiosamente, más allá de la parodia, la música resultante en este intermedio es enormemente bella. Por ello, el recurso no sólo es ingenioso, fresco y sorpresivo, sino que posee gran mérito en su ejecución musical, impecable, precisa. Luego, el ritmo revienta de nuevo, para volver a su cauce de rock poderoso, en la estrofa final, con lo que la nueva versión de hecho la reinventa, con una mejoría muy notable.
Por todo lo señalado, El Tlalocman de Los Tepetatles no sólo posee riqueza histórica y gratísima sorpresa por sus compositores, sino que se vivifica totalmente en la versión de sus herederos directos: Botellita de jerez, en uno de los temas más logrados de su dispareja carrera, llena de resbalones (como su etapa cumbiera, o la reciente película Naco es chido, de lo peor que he visto en el último tiempo, con un humor idiota, de Richard Lester subdesarrollado, pero con el agravante de los años transcurridos desde entonces), pero que aquí muestra lo que lograba cuando no cedía a la necesidad de éxito ni al papel de payasos utilizables. Un auténtico clásico por todos lados.

3 de agosto de 2011

LA TIENDA DE MI PUEBLO


Letra y música: Salvador Chava Flores.
Intérpretes: Rubén Schwartzman y Ángel Cervantes.
Disco: La amistad hecha canto, Vol. 1.
Obviamente también existe la versión del autor, además de muchas otras.




Tuve una tienda en mi pueblo, precioso lugar…
Te vendía de un camote de Puebla a un milagro a san Buto;
pitos, pistolas pa’ niños te hacía yo comprar;
pa’ tu cruda, una panza, o te inflaba una llanta al minuto.

Aros, argollas, medallas podías tú adquirir;
un anillo, un taladro, petacas, tu cincho de cuero;
te enterraba en el panteón, te introducía en el cajón;
antes, con un zapapico abría tu agujero;
me dabas para alquilar alguien que fuera a llorar;
mientras lloraba, alumbraba con velas tu entierro.

Leche, tu té, chocolate, tu avena o café;
te sacaba las muelas picadas, dejaba las buenas;
pasas, el chicozapote, picones con miel;
había métodos, tubos o huevos o platos o leña.

Desde Apizaco, yo ocotes mandaba traer;
exportaba el chipotle en cajones, también la memela;
chupones para el bebé, de un agorero hasta un buey,
chochos y mechas, bizcochos, tiraba rayuela;
el día de madres vendí lo que el día veinte metí:
nabos, zanahorias, ejotes y chile en cazuela.

Plumas en sacos de lona o tela de Joir,
había linos y tallos de rosas, mangueras y limas,
mangos, mameyes, cojines, trasteros de aquí;
había zumo de caña, metates, tompiates, tarimas.

De un embutido a un chorizo podía usted llevar,
longaniza de aquella que traen los inditos de juera;
te acomodaba al llegar en mi hotel particular,
tres pesos más te sacaba por la regadera;
pero un buen día me perdí, y hasta mi tienda vendí,
sólo salvé del traspaso la parte trasera.

Tuve una tienda en mi pueblo, precioso lugar…


En los comentarios de algún post del otro blog, disertaba con alguno de los visitantes sobre los vicios del rock mexicano. Muchos de ellos parecen inexplicables, aunque seguramente tienen un origen histórico. Señalé varios, algunos más propios de un subgénero: la insistencia en la voz nasal de los cantantes, los escasos estudios profesionales de música, el estancamiento en fórmulas que consiguen el fácil y acrítico aplauso de la “banda”, la idea de que el rockero debe sonar forzosamente marginal para serlo, la obvia y superficial crítica social sin refinar, la escasísima ambición de los arreglos, etc. Pero estas reiteraciones limitantes no son exclusivas del rock mexicano. En el cine nacional, por ejemplo, también se da un apego excesivo por los temas marginales, y una recurrencia ya agotadora por la tragedia. Mucho de esto se explica seguramente por las influencias de obras que en su momento impactaron al público. En el cine, el éxito de la película Los olvidados de Luis Buñuel sin duda propició una serie de búsquedas similares. El problema es que no cualquier director es Buñuel, por lo que el tratamiento se escapa por vías mucho menos logradas. Claro ejemplo de esto es Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez, llena de escenas lacrimógenas, que apuntan a lo peor de la sensiblería de la masa, que gimotea y luego se alivia con la personalidad del galán cantador y el humorismo bobalicón, pero nunca deriva en una auténtica reflexión de los mecanismos sociales ni idiosincrásicos de México. En el caso del rock mexicano, la pobre influencia de Alejandro Lora, y penosamente aun la de Rockdrigo, mal filtrada, ha propiciado seguidores de menor nivel, que arman la gran represa de obviedades y facilismos letrísticos y musicales del rock nacional. De ahí el gran valor de los que rompen con ese estancamiento, y crean obras imaginativas, atrevidas, inconformes…
Como también señalé por ahí, otro de los grandes lastres del rock mexicano es el afán, a estas alturas ya agotador, de explotar la vía del humorismo. Músicos que han logrado muy buenas canciones, terminan por encasillarse en esa línea, malogrando el necesario avance que su potencial sugería. Ya hablé de eso en la obra de Choluis y Trolebús, Mamá-Z, Francisco Barrios El Mastuerzo y Botellita de jerez, El Personal y hasta el mismo Jaime López, todos con mucha obra perdurable, pero con algunos resbalones reiterativos (ni siquiera vale la pena nombrar otros grupos y solistas, esos sí muy menores, que en realidad nunca insinuaron otras capacidades). Por ahí escuché alguna vez que alguien señalaba muy atinadamente cómo muchos de los músicos de la época del rock’n’roll terminaron en comediantes de televisión y churros cinematográficos: César Costa y su Papá soltero, Enrique Guzmán y su Bartolo, Manolo Muñoz y La carabina de Ambrosio, además de las payasadas de Johnny Laboriel, Benny Ibarra y hasta el mismo Javier Bátiz (recuerdo una película horrenda de ficheras, en que hacía un papel lamentable). ¿A qué se deberá? Sin duda un punto importante para explicarlo es que el rockero tiende naturalmente a la irreverencia, porque el rock mismo lo es de origen. Por ello, no son los casos mexicanos los primeros: de hecho, algo similar hicieron otros rocerkos, como Chuck Berry (en alguna película idiota de adolescentes, que no recuerdo) y hasta los mismos Beatles en sus películas, bastante bobas. Supongo que es esa influencia la que impactó a los rocanroleros mexicanos, que la trasladaron al inferior contexto nacional. Pero en cuanto al rock posterior, son otras las influencias que lo marcaron. Además de las mencionadas de Lora, Rockdrigo y el propio Jaime López, sin duda alguna podríamos señalar otros nombres previos, que se revaloraron con el tiempo, pertenecientes a la música plenamente humorística: Tin Tán, Piporro, aun Cri Cri, y sobre todo Chava Flores. De los tres, sólo el primero coqueteó con el rock’n’roll propiamente dicho, con covers y parodias de dicho ritmo, aunque más como intérprete que como compositor. Los otros tres, han influido en la actitud y las letras.
Aunque canciones humorísticas han existido prácticamente siempre, y en todos los géneros, Chava Flores fue quizá el primer compositor humorístico experto y exclusivo de esa línea. A través de los géneros musicales de su momento (ranchera, corrido, tango, bolero, etc.), Chava Flores se destacó por un rasgo que es justo el que lo relaciona tanto con el rock mexicano: sus canciones siempre fueron plenamente urbanas, y todos sus personajes representaban la picardía, la ignorancia, la calidez y las contradicciones del capitalino de las clases medias y los barrios bajos. De hecho, Chava Flores inauguró la canción de búsqueda de los arquetipos citadinos, tanto de personajes, como de situaciones: la boda (Boda de vecindad), el bautizo (El bautizo de Cheto), el funeral (Cerró sus ojitos Cleto), la fiesta de 15 años (Los 15 años de Espergencia), etc., eran los acontecimientos de la cultura popular, que permitían la aparición detallada del padre, la madre, los niños, el burócrata, el albañil, el político, la enfermera, la criada, todos inmensamente reconocibles, y que son hilarantes justo porque su ridiculez es tan familiar, por ser como el del lado, el prójimo, y peor aún: uno mismo. El ingenio de Chava Flores es tan grande como su capacidad descriptiva, sus recursos lingüísticos, pero también su versificación, sus metáforas, prosopopeyas y comparaciones, y más aún: la profundidad de su crítica social y aun política, cercana a la de los caricaturistas y cómicos más elaborados, como Palillo, Abel Quezada, Rogelio Naranjo, Rius, José Guadalupe Posada, etc. Un claro ejemplo es A qué le tiras cuando sueñas, un retrato de las miserias y vicios del mexicano, tan apretado y contundente como cualquier obra seria de Samuel Ramos, Octavio Paz, Carlos Monsiváis o Roger Bartra. Por ello, no cabe duda alguna de la influencia de Chava Flores en rockeros como Rockdrigo, Jaime López, Agustín Aguilar, Choluis, Botellita de jerez, Julio Haro, Armando Palomas, etc., que le han aprendido los grandes recursos para el retrato y la descripción sarcásticos, irónicos, paródicos y satíricos.
Uno de los mejores ejemplos de ello es La tienda de mi pueblo. Esta canción destaca no sólo por el alto humor, sino por el recurso específico que la define: el albur. Quienes hemos podido viajar a distintos países sabemos que el albur auténtico mexicano es único en el mundo. En otros lugares existen los juegos de palabras (podemos verlos, por ejemplo, en el gran poema argentino Martín Fierro de José Hernández), y especialmente en cuanto a lo sexual, el doble sentido. Pero el albur verdadero es más que eso: es un conjunto de fórmulas más bien fijas, que responden a otras equivalentes, armando un gran esgrima verbal, en el que lo más importante es “penetrar” al otro, desde el lenguaje. Es decir, no se trata de improvisaciones, sino de figuras verbales hechas, recurrentes, y que, sin embargo, siguen sorprendiendo al “rival” en turno. Hay varios estudios sobre la naturaleza del albur, incluyendo algunos muy forzados, exagerados, que sugieren su oculto fondo homosexual, definido por esa búsqueda de penetración sexual, de “violación por la palabra” entre hombres. Como si las mujeres no alburearan, digo yo… Pero haciendo a un lado esa discusión, el caso es que Chava Flores es uno de los máximos creadores de la canción alburera, como Tomando té, El chico temido de la vecindad, y sobre todo La tienda de mi pueblo. La capacidad para jugar con el lenguaje en esta última canción es muy notable, porque el gran mérito es hacer una canción con sentido pleno, que parezca inofensiva, pero que contenga esa gran carga alburera. La descripción, pero sobe todo la enumeración que exprime el campo semántico de los productos de la tienda, los juegos homófonos y algún calambur escondido, son los recursos retóricos principales de Chava Flores, que maneja con verdadera maestría, ligando albures uno tras otro de manera impresionante, sin tregua, porque logra que el elemento que sirvió para el albur anterior sea el que propicie la respuesta del siguiente. Y todo esto, sin romper la lógica de la versión inofensiva, para los inocentes, que nunca sabrán lo que se esconde detrás de la tierna evocación de la tienda provinciana. ¿Acaso no es evidente la gran influencia de este estilo en canciones como Oh, yo no sé de Rockdrigo, Juana, Ámame en un hotel y Me siento bien, pero me siento mal de Jaime López, Coito circuito y La tragedia de Juan Camaney de Trolebús, Los misterios de Rosa y No hubo modo de Mamá-Z, Dale de comer al conejito de El Personal, Canción para un armaño y De tripas, cuajo y corazón (heredera directa de otra de Chava Flores: La taquiza) de Botellita de jerez, y en otro sentido, Juanita de El Tri, por poner algunos de los innumerables ejemplos?
Para este post escogí no la versión del autor, sino la de su segundo mejor intérprete (para mí es imposible negar que el mejor fue Pedro Infante, nos guste o no): Rubén Schwartzman, para aprovechar y rendirle un homenaje a su labor de difusión de la obra de Chava Flores, y sobre todo por la sabrosa interpretación en vivo, acompañado por el guitarrista Ángel Cervantes. La voz grave de Rubén siempre supo resaltar el espíritu jocoso de las letras, pero también respetar el espíritu de la melodía, que en el caso de La tienda de mi pueblo es una canción ranchera tradicional, adornada por los requintos muy precisos de Cervantes. Valor aparte tienen los comentarios amenos e ingeniosos de Rubén ante su audiencia, previos y en medio de las canciones mismas.
Sin duda la obra y el carisma de Chava Flores han influido enormemente en la importantísima veta humorística del rock mexicano, y no es culpa suya que muchos (excesivos, diría yo) malos aprendices suyos no cumplan con sus niveles de exigencia, ingenio, recursos verbales y musicales, y sobre todo, talento. Pero los que sí lo hacen, como los rockeros mencionados, sin duda tienen una deuda muy notoria con él.

25 de junio de 2011

TIJUANA


Letra, música e intérprete: Rafael Catana.
Disco: El Nagual.




En el anochecer, Tijuana aparece.
Sudando a mares,
el amor se despide en silencio,
y este sol paladar,
y todo el rubor de una mujer
fronteriza,
y todo el rubor de una mujer
fronteriza.

Tengo el pelo largo,
y nada que ver con tus recuerdos:
1943, rumbo a San Francisco,
el hambre de amor,
un traje negro,
los amores idos
y venidos,
los amores idos
y venidos.

En el anochecer, Tijuana aparece.
Sudando a madres,
el amor se despide en silencio,
y este sol paladar,
y todo el rubor de una mujer
fronteriza,
y todo el rubor de una mujer
fronteriza.

Y todo el rubor de una mujer
fronteriza,
y todo el rubor de una mujer
fronteriza…




Al contrario del post anterior, muchas veces no son los detalles de un traslado los que impactan la sensibilidad del artista, sino lo contrario: su riqueza compacta en un solo lugar, lo sorprendente de ese hacinamiento tan variado, complejo, contradictorio y aun caótico, en tan poco terreno. Que la belleza y lo deforme puedan latir al unísono bajo la costumbre, el sincretismo, los ritos, el clima salvaje, etc., siempre desestructuran cualquier lógica inmóvil, asentada. De ahí la riqueza de los viajes, de confrontarnos con otras culturas. Pero no es necesario ir a otro país (lo que sin duda enriquece muchísimo), porque como dijo José Emilio Pacheco, basta con ir al pueblo siguiente para ser extranjero, porque como dice el personaje de Federico Luppi en la película Martín (Hache) de Adolfo Aristarain, la verdadera patria es el barrio, los amigos. Con el resto de la nación uno comparte ciertos códigos, incluso la mayoría, pero existen las suficientes diferencias como para ser un auténtico fuereño, y que esa realidad adquiera cierta magia, sorpresa y atracción, muchas veces desde la belleza, pero también desde la angustia, el temor, la repulsión, etc. Y nada mejor que la provincia para despertar ese misterio seductor, que intriga, que inspira. Ya vimos cuánto se le ha cantado a la Ciudad de México, a la gran capital. Pero los rockeros siempre han valorado también las riquezas y miserias de la provincia, de los pueblos mínimos, olvidados. Basta recordar las excursiones de los hippies a Huatla, o lo que ha pasado después con Tepoztlán, Real de Catorce, y desde la conciencia política, con San Cristóbal de las Casas y otros pueblos de Chiapas. Podemos citar, asimismo, los casos de todo el disco Alvaraderías de Roberto González, o las referencias a Guadalajara de los músicos oriundos o que radican ahí, como El Personal y Gerardo Enciso, pero también de Rafael Catana. Ni hablar de todas las referencias literarias, herederas de las novelas bucólicas y pastoriles, como Dafnis y Cloe de Longo, La Arcadia de Lope de Vega y La Galatea de Cervantes, de las églogas de Virgilio y Boccaccio en la poesía, y también de las novelas costumbristas, como María de Jorge Isaacs, las obras de Pérez Galdós y Leopoldo Alas, y en el caso de México, todo el ciclo de la novela de la Revolución Mexicana, de Agustín Yáñez, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Mauricio Magdaleno, pero también de la costumbrista de Manuel Payno, José Rubén Romero, y sobre todo Rafael Delgado, hasta llegar a su total renovación crítica y estilística, con Juan Rulfo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes, así como Ramón López Velarde en la poesía. En todos estos autores, la provincia, y sobre todo los pueblos pequeños y tradicionalistas, pasaron de la admiración de su placidez a la sensación de asfixia ante su espíritu reaccionario, limitante, atrasado. ¿Cuál es la verdad de la vida provinciana? Toda, abarca toda esa gama. Lamentablemente en el caso de México se nota más su violencia, su atraso, como podemos ver también en el cine, en películas como Canoa y Las Poquianchis de Felipe Cazals, El lugar sin límites y El evangelio de las maravillas de Arturo Ripstein, etc.
Quizá no hay mejor ejemplo de ciudad provinciana contradictoria, intensa y dolorosa que Tijuana. Al igual que todas las ciudades fronterizas con Estados Unidos, la realidad de Tijuana es áspera, aguda, límite. La literatura y el arte han revisado esta realidad, sus personajes, su ambiente rudo, en obras como la película Camino largo a Tijuana de Luis Estrada y el libro de cuentos Tijuanenses de Federico Campbell. Y por las influencias directas del país del norte, siempre ha sido una ciudad importante para el rock mexicano, y se convirtió en el lugar donde llegaban discos exclusivos (al estilo de lo que pasaba con Liverpool en Inglaterra, con la marina mercante). De ahí salieron los Tijuana Five, Javier Bátiz, Tijuana No!, Julieta Venegas, y aun Santana, porque ahí despegó su éxito hacia Estados Unidos, lo mismo que pasó con Olaf de la Barreda y Fito de la Parra (con el grupo Canned Heat) y, en alguna medida, Abraham Laboriel. No extraña, entonces, el interés de varios músicos por conocer esa realidad y tocar ahí.
El impacto de Tijuana está expresado de la manera más notable en la canción homónima de Rafael Catana. En la línea del minimalismo altamente poético de Cisne, Catana logra capturar en unas cuantas líneas esa belleza contradictoria y hasta decadente de la ciudad fronteriza que, como sus mujeres, posee un pudor inocente, mezclado con un sudor y una soledad amargos, hondos, indelebles, arraigados por un proceso histórico marginal y extremo, de rincón olvidado, pero también de puente, de filtro entre la inclemencia paupérrima del migrante y el falso sueño del desarrollo estadounidense, sin raíces, discriminatorio, así como de campo de batalla para narcos y clientes, asesinos y migra racista, prostitución y contrabando, todo manchando un paisaje árido, salvaje, transpirado, pero de inconsciencia y fatalidad con tintes de inocencia. Ciudad corrompida, violada, pero inocente muy en el fondo, porque no conoce más que “hambre de amor”, fugacísimos “amores idos y venidos” y recuerdos oxidándose a la intemperie desértica bajo ese “sol paladar” (magnífica figura poética, que recuerda la “voz caguama” de Cisne). Por ello, el artista, sensible a ese panorama desolador y fuerte, sólo alcanza a ser testigo impotente, conmovido: “tengo el pelo largo, y nada que ver con tus recuerdos”. Seguro por esa amargura, la sencilla, pero poética frase “sudando a mares” del inicio, al final se convierte en la irritada y áspera “sudando a madres” (sin importar que el cambio haya sido inconsciente).
Por su parte, la música de Tijuana está entre la balada-rock y la canción rupestre clásica, con la sobriedad de los pocos acordes, rasgo habitual en Catana, no demasiado ambicioso en el plano musical. Pero como también acostumbra, hace que esa sencillez se vuelva disfrutable, parte de su esencia, casi como un rasgo de pureza, y no como deficiencia, como en El mago, La reina y las ya revisadas Sólo la lluvia y Dama en la carretera, entre muchos ejemplos. Además, quienes conocimos la estupenda primera versión de Tijuana, a guitarra electroacústica sola, podemos apreciar la búsqueda, el esfuerzo del arreglo en la versión del disco El Nagual. El inicio, con esa figura de bajo sólido, y los cambios de ritmo que la canción adquirió en su versión editada, muestran la ambición musical de Catana. Le dan otro sentido a la rola, y aun sin estar seguro de si fue para bien (sin el referente previo, no cabría duda de que es un arreglo más que correcto), el notorio trabajo se agradece. La voz de Catana aumentó ligeramente su carga rasposa, y esa sí es una decisión un poco desafortunada (sobre todo en la figura final, excesiva), aunque no lo suficiente para deteriorar el nivel de la canción. Justamente porque el minimalismo de la letra es altamente poético, la sencillez de la melodía se equilibra, armando al final una rola estupenda, profunda, que conmueve como toda búsqueda de la belleza recóndita, agazapada tras la aspereza de la superficie.