22 de noviembre de 2012

ALGO


Letra, música e intérprete: Roberto González.
Disco: Aquí.


Un sonido cruzó, sediento, el ancho de mi piel;
mi mente se entregó, queriéndome entender.
Asombrado, recorrí, furioso, un mar de miel;
atento a los sentidos, sentí que algo se fue.

Algo extirpado de dentro de un cuerpo,
lumínico, extraño, se fue…
Algo abortado, un cruel nacimiento,
un fruto perverso, se fue…

Algo me incomoda, algo que no está,
frío como espejo, verde como mar,
algo que no tiene voluntad.

Es como colgarse de algo que se va;
nada, en sí, es concreto, es como soñar.
Algo que fue mío ya no está.


He insistido en muchos posts de ambos blogs en la importancia de la elipsis. He explicado en qué consiste con mayor detalle en el análisis de El blues de los 5 pesos de Tierra baldía, pero también en muchos otros. Esta insistencia se debe al tamaño de su importancia. Yo diría que es tan fundamental, que de hecho es el recurso que, no sólo marca la diferencia entre la creación moderna y la anterior, sino prácticamente define lo verdaderamente artístico, y lo diferencia claramente de lo que no lo es, de lo que se limita a cumplir su papel expresivo, meramente emocional y práctico. Es decir —y también lo he señalado varias veces—, lo que es un medio, sea expresivo, propagandístico, ideológico, etc., de lo que es el verdadero arte: un fin. Pero cabe la pregunta: ¿la elipsis puede ser excesiva, y por tanto, incorrecta? No es fácil responder. En teoría sí, como ocurre con cualquier exceso, algo que se sabe desde los griegos. Pero el mayor problema es que no es fácil evidenciar si la oscuridad de la obra es lo excesivo, o si el que trata de descifrar sus alcances es quien posee la limitante para analizarla, valorarla y criticarla. Es como cuando uno piensa (invito a los visitantes de este blog a hacer el ejercicio) en la persona más imbécil que conoce. ¿No es parte de su imbecilidad el hecho de que no se perciba como imbécil, y aun se crea genial? ¿Acaso si se diera cuenta de que es un imbécil, en ese mismo momento ya no lo sería tanto? Si como dice Mafalda, “nadie es buen Sherlock Holmes de sí mismo”, ¿es fácil asumir y aun sólo notar que es uno el que carece de la cultura, la información o los conocimientos que permiten analizar y valorar realmente una obra? Si bien no se trata de crear obras exclusivas para iniciados, los artistas tampoco pueden limitar su acto creativo al nivel de un público mayoritario, ni menos en los contextos del subdesarrollo educativo que padecemos en Latinoamérica. Cualquiera de estas dos actitudes implicaría dejar de pensar en la calidad de la obra, para concentrarse en el público, lo que inmediatamente significaría volver al arte sólo un medio más. Por todo lo dicho, no es fácil saber si la elipsis de una obra es excesiva, o si sencillamente sobrepasa el nivel de uno como público. Si uno no logra interpretarla, creo que lo más sabio es conservar esa duda, y sobre todo, disfrutar las ricas posibilidades interpretativas que tenemos enfrente ante esa complejidad, y confrontar nuestro quebradero de cabeza con otros, para que todas las interpretaciones nos enriquezcan mutuamente. En todo caso, siempre será mejor esa oscuridad que nos invita a la labor analítica iluminadora, que una obviedad y un facilismo que, al quitarle a un acto creador toda magia semántica, y darlo predigerido, lo vuelve intrascendente, inofensivo, un mero medio para los objetivos personales y mundanos del autor, que nada inspira ni nos aporta.
Ya he analizado en el otro blog algunas de las canciones más complejas del rock mexicano, como Sex farderos de José Elorza, Polvo en los ojos de Real de Catorce o Invención para tragafuegos y cuarteto rupestre de Armando Rosas y la Camerata Rupestre. En general, en esas rolas hay al menos algún pequeño indicio que me abre una posibilidad interpretativa: un pequeño campo semántico, una referencia ligeramente más clara, etc. Pero con Algo de Roberto González no hay caso: le he dado mil vueltas, he tomado elemento por elemento, he exprimido cada lexía, he hecho las matrices actanciales, los esquemas metatextuales y demás recursos teóricos, y la variedad de interpretaciones posibles son tan inestables para mí, que ninguna logra responderme todas las interrogantes que me surgen, ni termina por convencerme sobre las otras, lo que (como he aconsejado) me lleva a dudar de su total validez. Entonces, ¿la elipsis de la canción es excesiva, desequilibrada? No lo sé de cierto, podría ser yo el que carece de la claridad y conocimiento, no para descifrarla (porque, como he dicho, eso no corre para la obra de arte), sino para encontrar una interpretación satisfactoria. Y el hecho de que mi formación profesional sea precisamente en el análisis de la obra de arte no me hace infalible, por lo que esa duda sigue intacta, y de hecho me alegro de ello, porque significa finalmente que puedo seguir aprendiendo. Y sin duda alguna sigo disfrutando revisitarla una y otra vez, esperando que me llegue una lucidez insospechada que al fin resuelva el enigma de la esfinge. Y como me ocurre con Las Soledades de Góngora, Tierra baldía de Eliot, Finnegans Wake de Joyce, Farabeuf de Salvador Elizondo, Obsesivos días circulares de Gustavo Sáinz, Las olas de Virginia Woolf, Trilce de César Vallejo, etc., o en el cine con todo Bergman y Lynch, o con toda la pintura abstracta y surrealista, y con las llamadas instalaciones, o con canciones como I am the walrus, Glass onion o Come together de los Beatles, A whiter shade of pale de Procol Harum, Sound of silence de Simon & Garfunkel, o con todas las mencionadas del rock mexicano, entre muchísimos ejemplos de arte complejo y oscuro, con Algo, sin excepción, cada fracaso no es sino un deseo de seguir intentándolo, un desafío, pero sobre todas las cosas, un nuevo deslumbramiento ante tal complejidad conceptual y poética, ante tal capacidad del autor para propiciar estos afanes. Y no es la oscuridad metafórica la veta que explota mayormente Roberto González para crear este enigma, sino una oposición conceptual, unas características que no logran unificarse en un significante, una adjetivación de relaciones tan lejanas con sus sustantivos (uno de los mejores recursos poéticos, por cierto, como demostraron Huidobro, César Vallejo, el último García Lorca y tantos otros), que desorientan una razón acostumbrada a la tradición y la inmovilidad del kitsch y lo comercial, impuestos por el mercado y los medios. De ahí que el estilo de Algo no es surrealista, dadaísta ni de ninguna otra vanguardia centrada en la exploración formal, de metáforas exóticas y fulgurantes (como sí son la canción citada de Armando Rosas o la aquí revisada Pasitas de José de Molina, por ejemplo, aunque Algo igual tiene ciertos toques de ello), sino que se arma más por esas oposiciones semánticas que no terminan de armar en nuestra cabeza una imagen fácilmente reconocible. ¿Qué es ese “algo” de lo que la rola habla? Como dije, no logro escoger una interpretación plenamente satisfactoria. Por momentos me parece que se habla de un aborto (intencionado o accidental), del momento del orgasmo (una especie de canto a la muy poco mencionada depresión post-coito), de un efecto de la droga, aun de la experiencia medio traumática de una intervención quirúrgica (no sería nada raro que impactara a un artista sensible, pues basta recordar el poema Himno a Hipnos de Bernardo Ortiz de Montellano, que nació de esa misma experiencia), etc. Pero nada logra cerrar del todo, nada responde cuestionamientos que me surgen debido a otras frases de la rola que no muestran una relación plena con la interpretación. Y como ya expliqué por ahí, ni siquiera importa que conozcamos la intención original del autor de su propia boca, porque la obra artística es como un ave de presa que, por más preparaciones (intenciones) que reciba de su instructor (creador), al salir de la mano sigue por su propia cuenta, y toda elemento que la conforma, escogido o evitado, tendrá sentido propio cuando encuentre a su público (salvo problemas de simple comprensión). Por ello, aunque fuera muy clarificadora una “explicación” del autor de lo que quiso decir, hay suficientes elementos inconscientes para él mismo como para no invalidar una interpretación diferente de otro. Esa alquimia, aparentemente absurda o mágica, es parte del arte, una creación que se basa en lo objetivo, pero que refleja al ser humano, que no es totalmente claro, ni menos para sí mismo (es en este sentido que hablo de “inconsciencia”, y no a la manera no plenamente comprobada, o al menos discutible, de la psicología; es decir, me refiero una vez más a la enorme dificultad para conocerse del todo a uno mismo). En el caso de Algo, poseo una versión acústica anterior, grabada para radio, que tiene varios cambios. Por ejemplo “un chasquido”, en lugar de “un sonido”; “en orgasmos de mujer”, en lugar de “queriéndome entender”; “es como estandarte de algún ideal”, en lugar de “es como colgarse de algo que se va”; “es como viajar”, en lugar de “es como soñar”; y finalmente “algo que fue mío aprendió a volar”, en lugar de “algo que fue mío ya no está”. Sobre todo la segunda frase original hace que uno se incline por la interpretación del orgasmo. Pero entonces cabe preguntarse, ¿por qué modificó Roberto González esas frases? ¿Se explican sólo como decisiones de mejora estilística, o hay algo más? Sin duda los cambios oscurecieron el significado. Al ser la segunda versión la editada profesionalmente en disco, y por tanto volverse la “oficial”, la versión anterior de alguna manera carece de validez para el mismo autor (y de hecho no es fácil que el público conozca la versión previa, ni tendría por qué conocerla para su interpretación). Por ello, al elegir esa oscuridad, Roberto González escoge también que las interpretaciones se amplíen, así que de algún modo nos da “licencia” para ello, y la idea de “equivocación interpretativa”, impropia del arte (insisto que salvo la no comprensión de sus elementos, por ejemplo por ignorancia, lo que es otra cosa), aquí sería “propiciada” por el autor mismo. Vemos, entonces, que esta oscuridad es elegida, absolutamente intencional, y que toda su consecuencia —la amplitud interpretativa, volverla un desafío— es, de hecho, un objetivo artístico. Así, sólo me queda valorar lo ya dicho: cómo logra el autor crear este estupendo misterio, y abrir este espacio para invitar a los visitantes a que me compartan sus interpretaciones. Seguramente no encontraremos la luz, pero compartiremos nuestras oscuridades, y ya no estarán tan solitarias. Una excelente consecuencia del arte…
Pero Algo también aporta aspectos interesantes en la música. Su estructura melódica es sencilla, pero bastante original en su sencillez. La figura de la introducción y los intermedios musicales repite la melodía principal de la voz (la del estribillo), con el clarinete de Mario Mota, ex-integrante de La Camerata Rupestre, y también de Qual en una época. Como ocurre con muchos músicos de formación clásica, a Mota le cuesta un poco la improvisación (es quizá la única ventaja que tienen los músicos de rock, y más aún los de jazz, sobre los músicos clásicos), donde suele caer en reiteraciones y debilidades; en cambio, funciona de manera impecable cuando realiza una figura bien establecida, y justamente es el caso de la figura de Algo. La ejecución impecable de Mota, de una precisión notable (pues por más que no se trate de una figura demasiado compleja, tiene un pequeño rompimiento rítmico, que, sin modificar estrictamente el compás tradicional de 4/4, sí crea la sensación de que cambiara por uno más complejo), es el sostén del arreglo, y los pequeños solos extra tras la figura, estos sí improvisados (o al menos no fijos), aportan frescura. Todo esto hace que la música de la rola sea novedosa, un pequeño hálito de originalidad sin excesivas pretensiones, que amainan un poco la complejidad de su letra, para que no resulte una rola tan densa, y con ello la reflexión posterior en búsqueda de su sentido no sea angustiante, sino de un agradable gusto reposado.

14 de julio de 2012

ROMANCE DE LA NIÑA MALA


Letra: Raúl Ferrer.
Música e intérprete: Pedro Luis Ferrer.
Disco: Mariposa. Hay una versión previa, en el LP debut de este cantautor cubano, llamado simplemente Pedro Luis Ferrer.


Un vecino del ingenio
dice que Dorita es mala.
Para probarlo, me cuenta
que es arisca y mal criada,
y que cien veces al día
todo el batey la regaña.
Que a la hija de un colono
le dio ayer una pedrada,
y que a la del mayoral
le puso roja la cara,
quién sabe con qué razones
por nosotros ignoradas.
Que si la visten de limpio,
al poco rato su bata
está rota o está sucia,
que anda siempre despeinada,
que no estudia la lección
y nunca sabe la tabla,
que el sábado y el domingo
se pierde en las guardarrayas,
persiguiendo tomeguines
y recogiendo guayabas.
Y yo pregunto, vecino,
vecino de mala entraña,
¿quién puede decir que sea
por eso mi niña mala?
Si hubieras visto lo íntimo
de su vida y de su alma,
como lo ha visto el maestro,
¡qué diferente pensaras!
Verdad que siempre está ausente,
pero si viene, no falta
entre sus manitas breves
un ramo de rosas blancas
para poner al Martí
que tengo en mitad del aula.
Con quien no tenga merienda,
parte a gusto su naranja;
si cantamos al salir,
se oye su voz la más alta,
su voz, que es limpia y alegre,
como arpegio de guitarra.
Y cuando explico aritmética
le resulta tan abstracta,
que de flores y banderas
me llena toda la página.
Y prefiere en el recreo,
cuando juegan a las casas,
jugar con Luisa: la única
niña negra de mi aula.
A veces le llama “Luisa”,
a veces le dice: “¡hermana!”.
Y cuentan los que lo saben,
que en aquella tarde amarga
en que no vino el maestro
era la que más lloraba.
Cuando se premie el cariño
y lo rebelde del alma,
cuando se entienda la risa
y se le cante a la gracia,
cuando la justicia rompa
entre mi pueblo su marcha,
y el tierno botón de un niño
sea una flor en la esperanza,
habrá que poner al pecho
de mi niña una medalla,
aunque el batey malicioso
me le dé tan mala fama,
y tú, mi pobre vecino,
¡no entiendas una palabra!


Federico Arana dice en su novela Las jiras que la guitarra eléctrica es el papá de todos los instrumentos musicales. Para mí, amante absoluto y fiel de la Fender Stratocaster (por algo está en los logotipos de ambos blogs), no hay duda, sobre todo en el rock. Pero más allá de disputas inútiles al respecto, lo que sí es un hecho es que no pensamos lo mismo de la guitarra acústica, que suele limitarse al papel de rítmica, o cuando mucho, introductoria. Evidentemente hay excepciones, en que la guitarra acústica adquiere un papel más importante: Wish you were here de Pink Floyd, Blackbird, Julia y Here comes the sun de los Beatles, Roundabout de Yes, Hotel California de Eagles (en este caso, una de 12 cuerdas), Behind blue eyes de The Who, I’d love to change the world de Ten Years After, etc., además de todo el folk y country. Pero sin duda cuando pensamos en grandes guitarristas, los asociamos con la guitarra eléctrica: Alvin Lee, Jimi Hendrix, Eric Clapton, Stevie Ray Vaughan, Les Paul, Santana, Stanley Jordan (el gran virtuoso de la técnica del tapping), Steve Vai, etc. Obviamente no ocurre lo mismo en la música clásica, llena de grandes piezas para guitarra acústica, de compositores tan extraordinarios como Heitor Villa-Lobos, Francisco Tárrega, Isaac Albéniz, Leo Brouwer o el mexicano Manuel M. Ponce, y de guitarristas portentosos como Andrés Segovia o Narciso Yepes, o desde el jazz, Django Reinhardt. Así, la guitarra acústica, quizá el instrumento musical más popular, básicamente representa en la música mexicana un acompañamiento para la canción ranchera o el bolero (aunque hay que valorar que éste último ritmo incorporó el requinto acústico, que quizá por primera vez hizo solos y adornos como función principal). Respecto al rock mexicano, es hasta el rock rupestre que se revaloró la guitarra acústica, aunque, como siempre se encargaron de aclarar ellos mismos, más como mera necesidad que como convicción. Pero hubo una influencia anterior a eso, y de hecho habría que decir que fue parte importante para que ocurriera esa revaloración: la llamada Nueva trova cubana, y el Canto nuevo hispanoamericano que propició o reforzó. Heredera del llamado Filin (especie de modernización del bolero, con influencias jazzísticas en su gusto por las variaciones semitonales, pero muy dado a ejecutarse sólo con una guitarra acústica), y con influencias del folklore latinoamericano y la Nova cançó catalana (y hasta tintes del bossa nova), en un principio los músicos de la Nueva trova cubana decidieron que la guitarra acústica sola podía hacerse cargo de toda la estructura rítmica, los adornos y los bajeos, al mismo tiempo (aunque hay que aclarar que con el tiempo, y lógica y atinadamente, terminaron por incorporar los arreglos grupales primero, y aun orquestales mucho más complejos después). Esto provocó que los músicos de este movimiento desarrollaran ampliamente la técnica de la guitarra acústica, la digitación, las pausas, y más aún cuando incorporaron también elementos de la técnica clásica, lo que propició el uso del trémolo, el trino y sobre todo el arpegio, que se convirtió en verdadero rasgo distintivo de la Nueva trova cubana. Así, sobre todo las primeras canciones de Silvio Rodríguez, Noel Nicola y Santiago Feliú (un caso rarísimo porque, como zurdo que es, cuando aprendió a tocar la guitarra no sabía que debía cambiar el orden de las cuerdas, y aprendió sin hacerlo, por lo que toca como zurdo una guitarra para diestro), entre otros ejemplos, muestran recursos muy ambiciosos en la ejecución de la guitarra acústica, y esto sin duda alguna influyó notablemente en el rock rupestre mexicano, que tenía fuerte raíces trovadorescas y rockeras mezcladas, quizá por primera vez sin verlo como conflicto de pertenencia a un género.
Una muestra de esta influencia la encontramos también en otro miembro de la Nueva trova cubana, pero menos conocido en México: Pedro Luis Ferrer. En la canción Romance de la niña mala, compuesta junto a Raúl Ferrer, podemos ver una ejecución guitarrística prodigiosa, porque de hecho Pedro Luis Ferrer posee suficientes conocimientos como para tocar piezas clásicas sin problemas (lo ha hecho). Precisamente la impecable técnica del trémolo domina buena parte de la magnífica introducción, pero no es la única, porque aparecen el arpegio, bajeos, trinos, etc., e incluso recursos técnicos del otro gran género de la guitarra acústica: el flamenco, de modo que Ferrer pone en evidencia el inmenso potencial de la guitarra acústica, obviamente cuando está en las manos correctas, algo que sin duda alguna podrían envidiar muchos guitarristas eléctricos del rock mexicano, con más pose de diva que disciplina instrumental. Esto hace que la línea melódica de Romance de la niña mala, relativamente simple, se llene de pequeños prodigios tonales y semitonales que la enriquecen enormemente, y le dan un aire casi barroco, impactante y muy disfrutable.
Respecto a la letra, he reiterado en ambos blogs (y más detenidamente en el análisis de El blues de los 5 pesos de Tierra baldía) la importancia del recurso más distintivo del arte moderno: la elipsis. De hecho, ya es prácticamente un requisito que la posea para ser moderno. No obstante, el uso de la elipsis tampoco es estrictamente obligatorio: puede limitarse, siempre y cuando haya un motivo poderoso para ello. Y uno de los más claros es acudir a una forma tradicional, para explorarla y ampliarla, pero no para reproducirla sin más, sin aportar algo nuevo. Así, sin duda la versificación regular (un soneto, por ejemplo), con rima y ritmo precisos, dan un toque de clasicismo o tradicionalismo, pero esto sólo se valida si se incorporan lenguajes, figuras y ángulos críticos nuevos, a menos que se trate de un mero juego, una muestra de que el autor domina toda técnica, por puro deleite (algo que el rock moderno ha hecho con el rock’n’roll, el fox trot, el country, la música medieval, renacentista, étnica, etc., como ya hemos revisado). En el caso de Romance de la niña mala, la justificación para el lenguaje más transparente se da de entrada, al elegir una forma poética histórica: el romance precisamente, es decir, la sucesión de versos octosílabos, con rima asonante en los pares, y con esencia narrativa. Esto nos avisa desde el título que el carácter de la letra sacrificará un poco el cuidado formal, en aras de exaltar el fondo y la emoción. Dicho sacrificio no será sólo en la rima, sino también en el tipo de imágenes poéticas, porque el romance posee un carácter más bien popular, directo, que tiene como objetivo transmitir claramente el relato. Eso significa que la elipsis será limitada, o de plano inexistente. Por ello, una vez más una limitación es correcta siempre y cuando sea producto de una decisión, de una elección bien planeada, y no por una deficiencia en el manejo de las herramientas poéticas. Así, sería absurdo esperar una elipsis, cuando se nos ha avisado que nos enfrentaremos a una letra de rescate de lo tradicional. Pero como he dicho, Raúl Ferrer no se limita a copiar el estilo del romance, sino que lo aviva, al incorporar las suficientes variantes que le impriman un sello más actual y propio. Por ejemplo, al cambiar el destinatario normal del relato hacia un tercero, en pleno desarrollo del texto, al escoger un narrador-personaje (el maestro), o al dejar la sentencia moral para una parte bien definida en el final (lo que implica igual una pequeñísima elipsis en todo lo previo), o al incorporar finales en esdrújula en algunos versos, sin abandonar la rima asonante, algo no habitual en la poesía popular, etc. De este modo, pese a la limitación elegida de la estructura del romance, Raúl Ferrer igual realiza una búsqueda formal fresca y propia, y si a esto le sumamos el barroquismo de la ejecución guitarrística de Pedro Luis Ferrer, sin duda Romance de la niña mala equilibra su esencia formal más simple.
Evidentemente el fondo y la emoción de la letra siguen siendo lo más importante en Romance de la niña mala, pero con lo dicho anteriormente podemos ver que los autores cuidan que no sea tanto como para que la canción se desequilibre. La emoción de la canción es directa y cálida, porque se centra en la valoración auténtica de la inocencia infantil, en contraste con la fácil descalificación de la visión conservadora adulta del vecino. De hecho, Romance de la niña mala es todo un llamado a ver debajo de lo aparente, de los prejuicios y los juicios superficiales e insensibles. En ese sentido, pese a que al centrarlo en la infancia se logra que sea más evidente, perfectamente podría extender su reflexión hacia cualquier ámbito de la convivencia humana, llena de grillas, zancadillas, correveidiles y maledicencias por todos lados (basta revisar algunos comentarios de ciertos “críticos” de estos blogs, para no ir más lejos). Así, el fondo de la canción es de una ternura sencilla y cristalina, por la misma condición popular y narrativa del romance, pero sin que su forma sea desprolija.
De este modo, Romance de la niña mala no es sólo una muestra de equilibrio entre letra y música, sino de que la falta de elipsis, válida si es elegida y no accidental, no es pretexto para la pobreza estilística ni la falta de búsqueda poética. Y sobre todo, gracias al nivel de Pedro Luis Ferrer, de que, si bien el rock ha sido discriminado por músicos de otros ritmos, también ha caído en cierta soberbia al creerse (obviamente no en todos los casos) poseedor de los mejores guitarristas, y que sólo la versión eléctrica del instrumento permite el auténtico virtuosismo. Tal como lo hicieron los rockeros rupestres, muchos guitarristas eléctricos (y también el público) del rock bien harían al aprender de los buenos guitarristas acústicos, de la trova y de todo género, y no en encadenarse con sus propios cables y en el mero afán de impresionar con la velocidad sin verdadero contenido, como lamentablemente sucede en más de un caso.

11 de mayo de 2012

WICHILI McCOY


Letra y música: Agustín Aguilar.
Intérprete: Vieja Estación.
Disco: Yo soy la mosca (Gerardo Aguilar Tagle).


¿Dónde estás, hermano?
¿Dónde estás, que no te veo?
Habíamos quedado de llegar juntos al pueblo
de los viejos,
que aún está muy lejos,
que aún está muy lejos,
y allá no hay espejos para mirar tus ojos
de regreso.

Llevo tu caballo,
llevo tu caballo,
lo llevo de la brida, sin la silla ni el sarape
de tus sueños.
Somos los dueños,
somos los dueños
de tus cenizas, tus dibujos, tus cigarros
y tus recuerdos.

¿Dónde estás, hermano?
¿Dónde estás, que no te veo?
Habíamos quedado de morirnos de flojera
y de la risa.
¿Cuál era tu prisa?,
¿cuál era tu prisa?,
¿llegar antes a misa y beberte el vino
a escondidas?

Ya estarás contento,
ya estarás contento,
bebiéndote la lecha tibia de una Luz Eterna
entre sus brazos.
¿Cómo es su sonrisa?,
¿cómo es su sonrisa?
¿se acuerda ella de que fuimos siempre dos
al mismo tiempo?

En sentido estricto, una elegía es todo poema de tema triste. No obstante, el término fue derivando naturalmente a la creación poética que homenajeaba, recordaba o se lamentaba por la muerte de alguien. Quizá la primera elegía sobresaliente fue la obra de Jorge Manrique Coplas por la muerte de su padre, pero después aparecieron ejemplos extraordinarios, como Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca, La niña de Guatemala de José Martí, Solía escribir con su dedo grande en el aire de César Vallejo, y sobre todo la Elegía de Miguel Hernández, para su difunto amigo Ramón Sijé. En México, podemos citar dos poemas de Jaime Sabines: Algo sobre la muerte del mayor Sabines y Tía Chofi. En la trova podemos citar A Salvador Allende en su combate por la vida y Si el poeta eres tú de Pablo Milanés. Obviamente el rock también ha expresado el dolor por la pérdida de un ser querido. Podemos mencionar Julia y Mother de John Lennon, When the tigers broke free de Pink Floyd, en español Era en abril de Juan Carlos Baglietto, y en el caso del rock mexicano, las revisadas Cadáver de Gerardo Enciso, Polvo en los ojos de Real de Catorce, y también Pequeño Alfredo de Lucerna Diogenis y Para un compa de Arturo Meza (a la que hay que añadir otra de éste último, sólo que de manera mucho más oscura: Don Guiñapo). En todos estos casos (y muchos más) se trata de elegías a amigos, padres, parejas, hijos, otros parientes, figuras reconocidas y aun desconocidos, cuya muerte igual conmueve.
El caso de Wichili McCoy es especial. Una elegía con aires de semi-western, como señala el título, porque esta rola de Agustín Aguilar no se centra en la solemnidad del dolor puro ante la pérdida (aunque sin ninguna duda subyace en el fondo), sino que intenta recrear la atmósfera infantil, inocente y jubilosa (en ese sentido, se acerca más al ejemplo mencionado de Lucerna Diogenis), porque Wichili McCoy es el nombre de vaquero que el hermano desaparecido (el músico Gerardo Aguilar, del que Agustín era hermano gemelo, y con el que formó el grupo Mamá-Z) usaba en sus juegos de niños. Por ello, esta visión de la muerte del hermano añorado resulta agridulce, porque pasa del tono que sostiene ese lenguaje entre hermanos que juegan, al conmovedor reproche falso ante la promesa incumplida de morir juntos, de risa y pereza, y no amargamente como en la lacerante realidad. Pero esto no es un descontrol estilístico: al contrario, intenta reflejar el dolor más auténtico, que reposa momentáneamente y permite alguna risa, algún recuerdo que consuela apenas, o que se explica por el mero agotamiento, para después arreciar con todo, golpear con nuevo fuego despiadado, como duelen realmente las muertes de los que amamos, justo porque no (y quizá nunca) terminamos de aceptar la injusticia de una pérdida semejante. Estos vaivenes emocionales explican que el pretendido western lúdico pronto se transforma en un diálogo sin respuesta (que no un monólogo, en el sentir del autor, y como recurso estilístico), de plena intimidad y remembranza cómplice, que refleja la ausencia irreparable, porque es la de una personalidad limpia y graciosa, dada a la irreverencia inofensiva, pero audaz, como refleja la frase del vino sacro. Al final, la referencia simbólica a la Luz Eterna (sea la muerte, sea la gloria, sea simplemente una manifestación de trascendencia sin Dios, más propia de los rockeros) culmina con el último reproche: “¿se acuerda ella de que fuimos siempre dos al mismo tiempo?”; es decir, ¿cómo se atrevió a romper ese lazo irremediable y sin comparación entre gemelos, al llevarse a uno y dejar al otro literalmente medio muerto, partido, cercenado? Así, como podemos ver, Agustín Aguilar explora más que nunca el control del paseo de la transparencia del lenguaje al estilo más poético, para que esos contrastes atrapen, aflojen y vuelvan a atrapar emocionalmente al escucha, y se logre así la empatía propia de una canción dolorosa, que intenta disfrazarse cálidamente de jubilosa desde el recuerdo de lo bello, porque justo así es la reacción más sensible ante el ser querido perdido.
Por el lado de la música, Agustín escoge no interpretar él este homenaje a su hermano (como lo es todo el disco). Uno no puede dejar de lamentarlo un poco, pero no porque el resultado de esta decisión sea malo, sino porque inevitablemente se antoja conocer la canción con la voz el autor. Imagino que hubiera sido demasiado doloroso para Agustín, y a eso se debe la resolución, pero en todo caso la voz del invitado Ezequiel Espósito resulta correcta, mesurada y discreta, aun en la ruptura final, que retrata el nivel máximo del dolor, cuando el homenaje western infantil no logró sostenerse más y se volvió lamento puro. Bajo esta lógica es más que atinada la melodía, porque el arreglo del grupo Vieja Estación, con aires de country lento, que incluye los clásicos solos de guitarra con slider y el piano de notas cortas y agudas, no es festivo, al desarrollarse en un círculo en tono menor, que otorga finalmente una atmósfera melancólica. Por ello, el arreglo de Wichili McCoy evoca el estilo de Crosby, Stills, Nash & Young, sobre todo cuando se trataba de canciones de este último, y también del Neil Young solista, aunque la voz también le imprime un aire de Country Joe. Por ello, pese a que la melodía que crea ese círculo menor es bastante sencilla, resulta precisa para graduar la emoción de la letra. Al final Wichili McCoy se convierte en una elegía suave, fresca, dulce, altamente tierna, que conmueve profundamente, en el mejor homenaje que un hermano puede dar a otro: la auténtica amplitud emocional humana.

18 de abril de 2012

RAMBO

Letra y música: Joaquín Sabina, Antonio Carmona y Javier Gurruchaga.
Intérprete: La Orquesta Mondragón.
Disco: Ellos las prefieren gordas.

¡Qué horror,
no me atrevo a imaginar
si no tuvieramos a Rambo!, ¡oh, Rambo!

¡Qué confusión!,
¡qué frenesí!,
¡necesitábamos a Rambo!, ¡oh, Rambo!

¡Ved como huyen
las fuerzas del mal
gracias a Rambo!, ¡oh, Rambo!

¡Por tu ciudad
desfilarán los rusos
si nos falta Rambo!, ¡oh, Rambo!

¡Como Siberia
sería Nueva York!,
¡no habría Orquesta Mondragón!

Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!
Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!

¡Los niños
a que íbamos a jugar
si no imitáramos a Rambo!, ¡oh, Rambo!

¡No habría
monjas sin violar
si no las defendiera Rambo!, ¡oh, Rambo!

¿Quién por vosotros
ha muerto en la cruz?:
sólo el gran Rambo, ¡oh, Rambo!

Sida, McDonald's,
rock’n’roll:
exija la etiqueta Rambo, ¡oh, Rambo!

¡Como Siberia
sería Nueva York!,
¡no habría Orquesta Mondragón!

Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!
Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!

¡Como Siberia
sería Nueva York!,
¡no habría Orquesta Mondragón!

Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!
Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!
Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!
Rambo, Rambo, Rambo, Rambo, Rambo,
¡oh, Rambo!


Aunque a uno le pese a veces, dados los malogrados resultados (salvo honrosas excepciones), los cineastas tienen derecho a tomar las obras literarias y hacer una versión diferente en sus películas, pues sólo “se basan” en ellas. Hay casos de adaptaciones casi literales, como A clockwork orange de Stanley Kubrick sobre la novela homónima de Anthony Burgess, así como otros donde los cambios son significativos, pero cuyo nuevo resultado es tan brillante como la novela original, como ocurre con Apocalypse now de Francis Ford Coppola, sobre la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (Coppola le cambió el contexto a la guerra de Vietnam, con excelentes resultados). No obstante, en general el énfasis en lo visual que exige el lenguaje cinematográfico, así como sus intereses generalmente más comerciales, dado que pertenece a una industria muy potente (no como la literatura, en comparación), terminan anulando buena parte de los méritos artísticos que poseía la novela, el cuento o la obra de teatro en que se basan muchas películas (problema que obviamente no padece el cine de autor o el que se basa en guiones originales, pensados para el cine).
El caso de la exitosísima película Rambo es muy particular. Pocos saben que se basa en una novela, la obra First blood de David Morrell, y que posee tantos cambios respecto a la fuente original, que cuesta reconocerla en la pantalla. El libro de Morrell pertenece a la llamada novela negra, es decir, la que sondea el lado oscuro, marginal y corrupto de una sociedad, ya sea a través de una historia policíaca, de espionaje, de misterio o suspenso, donde hay sangre, sexo más bien sórdido, violencia, mafias, instituciones infiltradas por poderes turbios, etc. En el caso de First blood, la obra se deriva de uno de los 4 grandes traumas históricos de la sociedad estadounidense, a mi juicio: la guerra de Vietnam (los otros tres serían: primero, la sensación permanente de falta de raíz cultural, al provenir de un éxodo británico que, además, arrasó con los pueblos autóctonos de su nuevo territorio; segundo, la Gran Depresión de 1929, que puso en tela de juicio por primera vez su sistema económico ciegamente idolatrado, que creían perfecto [sin llegar al mismo punto, han estado rozando esa misma crisis ahora]; y tercero, la caída de las Torres Gemelas, que les desató una paranoia brutal y les hizo saber que no son invulnerables ni en su propio territorio). Y es trauma no sólo por ser su única derrota bélica auténtica, sino porque, en su afán de no reconocerla como tal, sacrificaron una gran parte de sus jóvenes, que murieron, o quedaron mutilados o gravemente traumados a su regreso indecoroso. Y John Rambo, recién terminada la guerra, muestra cuánta deformación mental sufren los soldados traumados, que padecieron la selva más inhóspita, el cautiverio, la tortura y el escape, en medio de la más atroz muerte por todos lados, de ambos bandos. Y de hecho, una de las primeras variantes entre la novela y la película es que en el libro se resalta mucho que el policía Teasle que persigue a Rambo es también un veterano, sólo que de la anterior guerra de Corea. Por ello, mientras en la película juega un papel fundamental el complejo de pueblerino del policía, en la novela más bien se subraya la intensa lucha por la supremacía entre dos militares, que desarrolla en Teasle una admiración y aun comprensión final hacia Rambo, pese a que nunca deja de sentirse “obligado” a exterminarlo, a vencerlo. De esta manera, en la novela son dos los traumados de guerra, por más que Teasle haya logrado insertarse (sólo aparentemente) en la sociedad a su regreso (también se resalta en el libro que el policía está viviendo el fracaso de su matrimonio y el abandono de su mujer, y se intuye que los trastornos de personalidad por ese trauma los ha propiciado). El resto de la población de la pequeña provincia donde transcurre la novela se vuelve entonces mera víctima accidental de esta confrontación de orgullos militares, aunque subyace todo el tiempo que uno no deja de ser el espejo (más viejo, solamente) del otro. Todo esto la película lo ignora completamente, como muchos otros detalles, incluyendo la muerte final de ambos, que se omite para previsibles secuelas de la película. ¿Qué significa esta nueva omisión?: que en la película Rambo no es tan derrotado como el policía, sino un héroe de signo contrario, un mártir, a manos de una autoridad obsesionada, pero al que se vence con una habilidad y resistencia tan extremas, que se vuelve una máquina de matar ridículamente invencible. La novela, en cambio, muestra cómo esa demencia no puede tener otra salida que el fracaso final, y aunque en ese sentido también lo ve como un mártir, no es a manos de un policía acomplejado, sino de un sistema que enajena a su población en pro de sus intereses económicos ocultos, gracias a la patriotería y la megalomanía de cómic, en un deseo de ser, como dice Arturo Meza, policía del mundo, autonombrado y sin autoridad ética alguna. De esta manera, si bien la novela de Morrell no posee mayores méritos artísticos (basta compararla con obras bien logradas de temas similares, como Taxi driver de Martín Scorsese y Born on the fourth of july de Oliver Stone), igual hace un intento de autocrítica de la enferma sociedad estadounidense y sus autoridades, que la película no sólo suprime completamente, sino que de hecho hace lo contrario, en el patético discurso final de Rambo (que no aparece en la novela) ante el capitán Trautman, su antiguo jefe militar amigo (que en la novela no sólo no llega por sí mismo, al ser llamado por Teasle, sino que ni siquiera conoce personalmente a Rambo, y de hecho es quien lo mata al final), una perorata que pretende justificar la presencia militar en Vietnam, y quejarse del trato de asesinos de niños y mujeres que recibieron a la vuelta, como si fuera falso. Por ello, la película deforma el mínimo sentido de la novela, y vuelve a Rambo un héroe moderno y supremo, un símbolo de esa megalomanía insoportable que al final igual triunfa, y no la original víctima de un sistema enfermo, expansionista y ambicioso, pero que tampoco tiene defensa alguna, pues se dejó manipular y sirvió a esos intereses sin piedad, por lo que su derrota es inevitable.
Atinadamente, el trío de compositores españoles Joaquín Sabina, Antonio Carmona y Javier Gurruchaga ironizan sobre esta versión cinematográfica facilista y obvia de Rambo (la verdadera conocida en todo el mundo), en la canción homónima que conocemos en versión del grupo ibérico La Orquesta Mondragón. El tratamiento es más bien minimalista, porque así es también el paupérrimo sentido crítico que creó a este Rambo de folletín moderno y bélico. Por ello, la letra de Rambo se sustenta en una simple sucesión de exclamaciones cada vez más ridículas e ignorantes, propias del consumidor tipo de las películas de acción, una masa acrítica y manipulable (como tan bien mostró Ortega y Gasset en La rebelión de las masas), que ha aprendido no sólo a evadirse, sino a perder toda capacidad reflexiva, y a asumir la versión oficial sin el más elemental filtro cuestionador. Ese Rambo que no es más que el símbolo del gringo ególatra, se inserta en la idolatría del tercermundista aspiracional, en esa relación de amor-odio hacia el país del norte, ante el que igual se siente inferior en el fondo, aunque sea bajo el discurso patriotero del 16 de septiembre (en el caso mexicano), en esa fallida ceremonia de autoafirmación nacionalista. Por ello, si el español, que podría ver al gringo con una sensación mucho más de igual a igual, también lo resiente, en el caso mexicano la ironía de la rola golpea contundente, sin piedad. Así, aunque en la superficie la letra de Rambo satiriza la personalidad conservadora idiotizada del estadounidense y sus ídolos de barro, en el fondo su narrador proviene del impacto en la visión del mundo subdesarrollado, que se traga el folletín completito, y rompe los ratings de las secuelas y todas las variantes del mismo esperpento, enriqueciendo a los Van Damme, los Steven Seagal, los Chuck Norris, los Stallone, los Schwarzenegger y los Bruce Willis de siempre.
La música de Rambo refleja plenamente el estilo clásico de La Orquesta Mondragón. Si bien, al igual que el rock argentino, el español suele tener siempre un tonito pop algo irritante, sin duda su mayor influencia rocanrolera logra equilibrarlo, y Rambo es una buena muestra de ello. Como suele pasar con el rock del primer mundo, la estupenda calidad de grabación es envidiable (una de las cojeras habituales del rock mexicano), lo mismo que la calidad de sus instrumentistas. Pero sin lugar a dudas es el gran sello distintivo del grupo: la inconfundible voz de Javier Gurruchaga, lo más disfrutable de toda su producción. En el caso de Rambo la potencia, el timbre delicioso y juguetón, las modulaciones y el control absoluto de sus vaivenes le imprimen a la rola un espíritu de deleite total, y hacen que su estilo de aparente liviandad, pero que oculta un fondo muy certero, se manifieste en plenitud. Así, Rambo es un hard rock sabroso y energético (pese a que no posee un ritmo realmente veloz), que explora la crítica, pero desde la ironía, nunca desde el sermón, y a pesar de que la letra no posee grandes ambiciones, su tino propio de cartón de caricaturista es sin duda contundente, al mismo tiempo que se disfruta su ligereza formal y musical.

8 de marzo de 2012

NOMINACIÓN AL PREMIO LIEBSTER BLOG AWARD

El buen amigo Ariel me hizo el honor de nominar mi blog de Las 100 mejores canciones del rock mexicano al premio Liebster blog award. No sé bien en qué consiste dicho premio, pero aun así le agradezco infinitamente su generosidad y consideración a estos espacios, así como el apoyo que les ha brindado desde el principio. Mil gracias, amigo Ariel.
Lo que sí sé es que cada autor de blog que reciba esta nominación debe, asimismo, nominar a los 5 blogs que considere más importantes por su calidad. Más allá del premio, me pareció muy interesante apoyar esta iniciativa para difundir espacios críticos o expresivos valiosos y sin fines de lucro, así que me sumo, y proporciono aquí la lista de mis 5 blogs favoritos:



Más allá de que es en este blog donde mi cuate Ariel me nominó, y no por mera retribución, sino por auténtico reconocimiento a su labor, considero este blog un importante espacio analítico, crítico y de difusión de la música, la literatura, la historia y todas las expresiones culturales de México y el mundo, con datos y referencias amplias, que me han enriquecido mucho, al acercarme a materiales que no conocía, o al darme una visión diferente de los conocidos.


Estupendo espacio de difusión de la ciencia, mostrándola como lo que realmente es: entretenida, trascendente, y no fastidiosa como suele creerse. Artículos muy interesantes y detallados, que nos ayudan a ampliar nuestros conocimientos y perfeccionar nuestra visión crítica.


Del mismo autor del blog anterior, en este espacio no hay concesiones, porque la idea es desenmascarar a los farsantes que, aprovechándose de la buena fe de la gente más ignorante, comercian desde el engaño, la falta de pruebas y la desinformación más vergonzosa. Un espacio valiente y duro, para un mal que amerita esa convicción.


Magnífico blog básicamente de difusión literaria, pero que relaciona literatura y rock de manera novedosa y fresca, sin dejar de ser profunda, con una selección cuidadosa y diversa, disfrutable y de gran aporte cultural.


Incluyo este blog no sólo por su calidad, sino por su originalidad, pues no abundan los blogs de fotografía en el ciberespacio, y menos con esta sensibilidad, que incluye la grata falta de pretensiones excesivas, porque su calidad no impide que se haga desde los pies sobre la tierra y una cuota de dolor barriero, hondo.


No quiero dejar pasar la oportunidad de mencionar 2 grandes blogs que lamentablemente desaparecieron recientemente por la persecución de las grandes disqueras: SANGREPESADA, de maravilloso rescate de materiales históricos del rock hippie mexicano, y LA ENCICLOPEDIA DEL ROCK EN TU IDIOMA, valioso intento de ordenar y compartir las más importantes discografías completas del rock hispanoamericano. Ojalá ambos espacios puedan volver, así que hay que seguir buscándolos.
Obviamente hay muchos más blogs que podría recomendar (de hecho lo hago en la barra lateral de mis dos espacios), pero me parece una buena selección. Espero que los lectores visiten los blogs recomedados, porque ese será sin duda el mejor premio a sus (nuestros) esfuerzos. No se arrepentirán.



*(El amigo Ariel me explica que, para que se hagan efectivas estas nominaciones, los nominados deberán:
-Mostrar en su blog el logotipo de Liebster blog, y enlazarlo con el blog que los nominó, así que si en este caso así lo deciden los aquí mencionados, sería LAS 100 MEJORES CANCIONES DEL ROCK MEXICANO.
-Hacer sus 5 nominaciones aclarando que los blogs mencionados tienen menos de 200 seguidores [dato que hay que resaltar, parece], y que si van a seguir la cadena, deben poner el enlace de quien los nominó).

31 de enero de 2012

EL CORAZÓN

Letra y música: Jaime Moreno Villarreal.
Intérprete: Carmen Leñero.
Disco: Casas en el aire.


El corazón se equivoca siempre.
Nos da los golpes de pecho.
El corazón nos hace nobles y torpes,
seres de un gran corazón.

El corazón no desea la muerte:
el corazón se prepara ansiosamente.

El corazón quisiera irse muy lejos
mientras lo acariciamos como a un pájaro.
El corazón sangra toda la noche,
mientras tratamos de olvidarlo.

El corazón no desea la muerte:
el corazón se prepara ansiosamente.

Mi corazón no desea la muerte:
mi corazón se prepara...

El corazón huye por instinto,
pero caza por hambre.
El corazón es un gran lobo gris,
el último de los grandes.

El corazón no desea la muerte:
el corazón se prepara ansiosamente.

Mi corazón no desea la muerte,
pero late tan precipitadamente…


Ya hemos hablado ampliamente de la gran calidad de Jaime Moreno Villarreal como compositor, y de lo inconcebible que resulta que no haya grabado ningún disco. Pero también señalamos que por fortuna podemos conocer su obra por los demos que grabó en Radio Educación, y también porque otros rockeros han interpretado su obra. Es el caso de Betsy Pecanins (sobre todo en su disco Esta que habita mi cuerpo), pero especialmente Carmen Leñero. Lo valioso del caso de El corazón, es que, al no conocerse una versión del propio Jaime, podemos valorar la interpretación de Carmen sin la clásica “contaminación” comparativa, esa que nos hace preferir siempre la primera versión que conocemos, que suele ser la del autor (o casi siempre ocurre así, porque sin duda hay grandes segundas versiones que superan a las originales, como With a little help from my friends, pues sin duda la versión de Joe Cocker es infinitamente superior a la de los Beatles, o House of the rising sun de Animals, también una inigualable versión, que supera todas las anteriores y posteriores, incluyendo obviamente la horripilante de Sandro).
La letra de El corazón se centra en el simbolismo que de por sí posee este órgano del cuerpo, al que se le atribuyen, equivocadamente, las emociones, la alegría, el amor, pero también el dolor no físico, la tristeza, la angustia, etc. Para esto, Moreno Villarreal recurre a una clásica línea literaria: la que, centrándose en un solo motivo, busca agotar sus manifestaciones, pero desde lo oculto, lo simbólico, lo poéticamente significativo, al estilo de los que hacen Juan José Arreola con los animales en Bestiario y Pablo Neruda con los lugares de sus viajes en los poemas en prosa, y sobre todo André Breton en su poema Mi mujer. Así, Jaime Moreno Villarreal va tocando diversos aspectos del corazón, ese símbolo de la sensibilidad humana, sus contradicciones, su fragilidad. Para ello, utiliza diversas analogías metafóricas, prosopopeyas y pequeñas alegorías, pues lo compara a ratos con un lobo, con un pájaro, lo hace sangrar, cazar, y sobre todo prepararse. ¿Prepararse para qué?, para ser un corazón, para proseguir su destino inexorable, para sentir una y otra vez, y vivir así su naturaleza, que es la naturaleza humana, que es nuestra naturaleza. Para vivificarla, no importa que sea bajo el dolor y el sufrimiento, porque Moreno Villarreal reitera una y otra vez en el estribillo que “el corazón no desea la muerte”. Pero, en una pequeña paradoja retórica, también esa preparación insinúa la de la muerte, porque, de manera también inevitable, el corazón de los sensibles revienta (recordemos el término que usa para designarlos Roger Waters en The wall: los bleeding hearts, los “corazones sangrantes”), no sobrevive ante la frialdad, la indiferencia, el egoísmo, y sobre todo la no correspondencia de otro ante los sentimientos propios. Por ello, atinadamente Moreno Villarreal pone “el corazón no desea la muerte”, porque todos conocemos el despiadado abismo entre el deseo y su satisfacción real, o en este caso, el no deseo de lo irremediable, tan condenado al fracaso, pero tan familiar, tan propio. Quizá por eso, luego de proseguir en los estribillos la referencia al corazón en general de las estrofas, cambia en la repetición del mismo a “mi corazón”, y cierra el círculo de la rola alterando el estribillo en la última frase: “pero late tan precipitadamente…”, resaltando con ello ese destino inexorablemente autodestructivo que poseen los seres sensibles, los “seres de un gran corazón” (autodestructivo al sostenerlo en un mundo de odios, como muestra José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto). De este modo, en El corazón Jaime Moreno Villarreal nos da otra muestra extraordinaria de manejo estilístico, de dominio de los recursos poéticos, y de profundidad conmovedora en el fondo literario.
Por su parte, la melodía de El corazón es adecuadamente suave, lánguida, muy propicia para el timbre de Carmen Leñero, que aquí se muestra mesurado y casi sombrío, lo que le aporta a la rola un aire plenamente romántico (como ya he dicho, no en el sentido de la sensiblería cursi, sino en el del Romanticismo artístico del siglo XVIII, pálido, ojeroso, exhausto de sentir las pasiones derrotadas, y aun macabro y suicida). Por ello, El corazón resulta un ejemplo perfecto de la canción realmente romántica, e incluso con tintes góticos y dark, que ya anuncian a Lacrimosa, Santa Sabina y demás grupos de este movimiento. Y más si le sumamos el magnífico arreglo de Luis Leñero, lleno de detalles atmosféricos muy certeros, como esos sintetizadores iniciales tipo flauta de pan o zampoña, sobre otros rítmicos, casi como gotas estructurales, o la guitarra acústica arpegiada del cierre. No obstante, la estructura melódica de Moreno Villarreal todavía muestra una importante influencia rupestre, sobre todo del lado ligado a la balada-rock, a la variante progresiva del etnorrock y al rock sinfónico, como el de Armando Rosas y una parte de Gerardo Enciso y Arturo Meza, lo que hace de la música y el arreglo de El corazón una amalgama muy amplia de influencias y resoluciones melódicas impecables. Una rola de dolor dulce. Una lenta agonía. Un corazón muriendo.