24 de febrero de 2011

LO QUE TE VOY A CONTAR (rúbrica)

Letra, música e intérprete: Jaime López.
Disco: sin editar en disco, grabada para
Radio Educación.

Lo que te voy a contar,
no se lo digas a nadie;
tiene que ver, ya lo sabes,
con alguien que nunca he dejado de amar.

…con alguien que nunca he dejado de amar…


Este post es especial en varios sentidos. Primero, porque no se centra en el análisis de una rola, motivación y sentido de este blog. Segundo, porque la canción que lo inspira es especial en sí misma. Y tercero, porque es más un homenaje que cualquier otra cosa. La rola Lo que te voy a contar de Jaime López sí está editada en disco; es un loco y cachondo danzón a capella, muy a la López, y aparece en el disco Oficio sin beneficio. Pero la versión que ponemos aquí, gracias a la generosidad de Rodrigo de Oyarzábal, se grabó para servir como rúbrica de entrada y salida del programa En el rol de todos los días de Radio Educación. Esta versión, que reduce la canción original a unas cuantas frases, la canta Jaime sobre el piano de Jorge Coco Bueno. Y era, como dije, la entrada para un programa que significó mucho, y a ratos todo, para el rock mexicano. Tras la era del rock’n’roll y sus covers más o menos fallidos, todo espacio para el rock se restringió hasta la asfixia. En los medios, pero también en los lugares para tocar. Luego vinieron los hoyos fonkys, bodegas infectas y marginales, en que no eran raras las condiciones precarias en equipo, los pleitazos y las agresiones a los mismos músicos. Por ello, sólo el naciente rock urbano y las variantes del rock pesado se sintieron más o menos cómodos ahí (más bien, se adaptaron desde la resignación y el contraataque verbal). Los grupos más sofisticados se limitaron a las escuelas, sobre todo la UNAM, y algún café o foro escondidos, que no tardaban en cerrar. Pero con la moralidad de innombrables sexenios, llegó la cerrazón total, y no quedó ni eso. Es en este momento que aparece En el rol de todos los días, que se convirtió prácticamente en el espacio único en el cuadrante para el rock en español, principalmente mexicano. Y no sólo para los escasos discos que lograban grabar grupos y solistas. No: de pronto el estudio de grabación de la estación fue la tabla de salvación para los rockeros con menores recursos, sobre todo los rupestres. Gracias al estudio y a la cabina del programa, el material inédito de Rockdrigo, Roberto Ponce, Jaime López, Roberto González, Jaime Moreno Villarreal, Iván Rosas, etc., pudieron llegar a un público limitado, pero sediento de letras y música de calidad. Y en muchos de los casos mencionados, ese material sigue siendo el único con el que podemos conocer la obra de músicos excepcionales. Yo (como seguramente muchos radioescuchas) esperaba puntualmente el programa y, grabadora casera en mano, fui adquiriendo material hoy casi exclusivo, histórico (mucho del cual he difundido en ambos blogs). Uno no puede dejar de lamentar que todo ese trabajo no esté en disco. La estación es la dueña de los derechos, y su lógica no es la de una disquera, así que es imposible exigir nada: son las condiciones de la cultura mexicana, que hace que músicos tan significativos en la historia del rock, algunos de la máxima calidad existente, sólo hayan podido dejar esos demos, transitorios, hechos para la radiodifusión, no para la edición, ni lógicamente para la venta. Pero En el rol de todos los días fue el oasis ante este panorama (existieron algunos otros casos, como los programas de Enrique Falcón, el posterior Banda Rockera, los que luego conduciría Briseño, y algunos otros, además de los espacios de programación libre y sin horario fijo en la misma Radio Educación, Radio Universidad, etc., pero mucho más limitados, centrados absolutamente en el material editado, que aun hoy sigue siendo escaso). Los años que duró este espacio creado y conducido por Rodrigo de Oyarzábal, nos permitieron escuchar material inédito, novedades, programas de complacencias, programas especiales (como una radionovela armada con fragmentos de rolas, que lamentablemente quedó a medias, por el cierre del programa, si mal no recuerdo), y aun a los músicos en vivo, tanto solistas en entrevista, como grupos (sobre todo cuando se presentaban en el programa inmediato anterior, Prohibido tocar, sobre sexualidad, conducido por Paty Kelly, y que se quedaban a seguir tocando en el de Rodrigo). Recuerdo con gran nostalgia, por ejemplo, una ocasión en que se armó un programa de palomazos, con Gerardo Aguilar de Mamá-Z, Gerardo Enciso, Jaime López, Nina Galindo, Choluis y algún otro invitado, pasándose la guitarra, conversando y cantando en vivo. Un deleite. Y otro, que presentaba las mejores canciones según la votación de la gente (mi frustración ante algunas de las elegidas seguramente inspiró inconscientemente el blog de Las 100 mejores canciones del rock mexicano, se me ocurre ahora), y que yo anotaba en un papel, que todavía debe andar rodando, amarillento, por alguna caja en algún rincón. Todos ejemplos de placer, sorpresa ante las novedades, rabia cuando se me iba alguna canción al levantarme de la silla por alguna distracción, etc.
En fin, En el rol de todos los días compiló bandas sonoras de varias existencias. La mía, sin duda alguna. Pero más aún: su cierre, injusto, doloroso, producto de una decisión lamentable y estúpida de alguna autoridad, significó el fin de la difusión del rock mexicano no comercial. Y por ello, significó indiscutiblemente una influencia para abrir y sostener los espacios como estos blogs (y seguramente tantos otros) en los nuevos medios, más libres, pero de acceso más difícil. Vaya entonces este pequeño homenaje a En el rol de todos los días, y un agradecimiento profundo a Rodrigo de Oyarzábal por su resistencia, y por seguir, tercamente, como debe ser, ayudando ([me] y [nos]) a que el rock mexicano de calidad se difunda y valore.

22 de febrero de 2011

CIPOLITE-BEACH

Letra y música: Quintana Roo (no tengo a mano los créditos exactos).
Disco: Quintana Roo.

Como a mil al sur, Estado de Oaxaca,
en el mar azul de Cipolite-Beach,
ahí donde se nos atravesó una vaca,
ahí dejamos la petaca y el veliz.
Y cuando de repente apareció en escena,
en la arena, una piccola lombriz
que, después de haber dejado a su pareja,
se metió en un agujero pa’ dormir.

De repente vino un hippie pa’ decirme:
“presta un varo, pues no tengo pa’ comer”.
Le di el peso, y yo le dije: “no me estimes:
te regalo todo el peso del placer.
Y además, ahorita la onda está en la playa,
a la luz de un suavecito atardecer,
y parece que partieron la papaya
que compramos en Pochutla desde ayer”.

Doña Petra, pobrecita, está enojada:
se le fueron los gabachos sin pagar.
Y Cirilo, tan tranquilo trabajando,
meditando en la pureza del cristal.
Y más pa’ allá está don Ramón haciendo cuentas,
pues las ventas no salieron como ayer:
unos pagan lo que deben, otros quedan a deber,
y cuántos son los que han pirado sin siquiera agradecer.

Don Manuel está acostado en una hamaca,
disfrutando su mezcal con gran placer,
cotorreando con una buena gabacha,
cotorreando la actitud de su mujer.
Y más pa’ adentro está la casa de Susana,
donde vive mucha gente sin fingir
la armonía de una gran señora dama,
que se siente en lo profundo del vivir.
Y los hippies ya ni fuman mariguana,
decidieron hacer la meditación.
Todo es nada en esta vida, nada es todo en el morir,
todo es nada en Cipolite-Beach.

Los marinos vinieron por la mañana,
y en cueritos apañaron a otros dos.
Y después de ver que no tenían hermana,
permitieron se bañaran con calzón.
De seguro les bajaron una lana:
es una vieja costumbre en el país,
cuando de repente apareció en escena,
en la arena, una piccola lombriz
que, después de haber dejado a su pareja,
se metió en un agujero pa’ dormir.
Todo es nada en esta vida, nada es todo en el morir,
todo es nada en Cipolite-Beach.


En el post anterior comentamos que el jugueteo con los ritmos musicales a veces no se extiende a la letra. Pero como también señalamos, muchas veces sí, y de hecho en muchas ocasiones esa es su verdadera motivación. Ya en el otro blog pusimos varios ejemplos del jugueteo con el dixieland, el charleston y el fox trot (unificamos el criterio bajo esta última denominación, por motivos estrictamente prácticos, aunque hay diferencias entre estos ritmos o estilos). El fugaz grupo Quintana Roo nos entrega otro ejemplo en Cipolite-Beach. Esta rola es un auténtico divertimento, relajado e irónico, sin demasiada pretensión, pero sin dejar de soltar críticas certeras a la idiosincrasia mexicana. Pero antes que nada, Cipolite-Beach es un canto al placer, al goce liviano y a los personajes sencillos y cotidianos que pueblan la verdadera vida provinciana, que transcurren en esa combinación entre ingenua y pícara, producto de la necesidad de sobrevivir, pero también del ambiente más relajado, de placeres simples y horas largas. Pero esta rola es también un homenaje claro y directo a un lugar específico: la playa de Cipolite, por mucho tiempo nudista clandestina, virgen (en el fondo, desvirgada) y escondida, de noches calientes y etílicas. Existen otros casos de canción para un lugar en el rock mexicano, como Tijuana de Rafael Catana, Puerto Bagdad de Jaime López (antiguo nombre de Matamoros), Tren de Guanatos de Callo y Colmillo (Roberto Ponce y Nina Galindo, como ya sabemos), todo el disco Alvaraderías de Roberto González (obviamente sobre Alvarado, Veracruz), Huapanguero de Rockdrigo (sobre la zona de la Huasteca), etc., sin contar el inmenso material sobre la Ciudad de México. Más cercano al ejemplo de López, Quintana Roo usa la referencia como pretexto para hacer un cuadro sociológico socarrón y sabroso, con atinadas frases hilarantes, y con el recurso ingenioso de las voces al fondo, que amplían e introducen comentarios mordaces, en un recurso que recuerda el estilo de Federico Arana (sobre todo en su novela Delgadina). La crítica en Cipolite-Beach es punzante, pero ligera, lo que hace a la canción muy disfrutable, festiva, que recuerda el espíritu del Cándido de Voltaire y la literatura picaresca, pero sobre todo el de la Picardía mexicana de Armando Jiménez, y el que tan bien definió Jorge Portilla en su ensayo Fenomenología del relajo. Así, personajes de abulia y cinismo, de afán y lucha, de autenticidad y cachondeo, arman la maraña de sobrevivientes, sin mayor ambición que el mínimo deleite que deje cada día de trajín repetido, porque simple y sencillamente lo demás es irreal, ficción pura, discurso de campaña política. Cipolite-Beach llega al final a la misma conclusión que las dos novelas de Óscar de la Borbolla: como Todo está permitido, entonces Nada es para tanto. Y eso no implica que Quintana Roo viva este espíritu permanente: basta escuchar otras rolas suyas para ver que cada una responde a una necesidad reflexiva y artística diferente, como debe ser, y como lo prueba su otra rola más conocida, Contigo, muy cercana al pop coral romántico de los Beach Boys (es decir, no a su mayoritario lado surf, al que de alguna manera sí se acerca, al menos como referente ambiental, Ciopolite-Beach).
Para lograr esta narración, Quintana Roo utiliza el lenguaje franco, por ser el más conveniente al estilo descriptivo ágil, sutil del paisaje, pero más centrado en los diferentes caracteres de sus personajes. No obstante, estas personalidades, arquetipos pequeñitos, se crean con elementos escasos, en una economía verbal muy lograda, que a través de trazos rápidos, pero definitorios, pasan de inmediato al siguiente personaje, privilegiando la maraña sobre los individuos. Esta agilidad, al no condecirse plenamente con la de la música, hace a la letra muy amena, fresca, de un humorismo inteligente, que obviamente está emparentado con el de Jaime López y el de Mamá-Z.
Pero la frescura de la música no la hace plenamente chispeante, porque la melodía y el ritmo recrean el ligero sopor del clima tropical. El aire a fox trot entrecortado de Cipolite-Beach, que recuerda de inmediato el estilo de Rainy day women #12 & 35 de Bob Dylan, encuentra su mejor sostén para la figura de los solos en el uso del kazoo, pequeño, simple y jocoso instrumento de viento, que han usado también Los Nakos y Betsy Pecanins (lo toca ella, de hecho). Una elección muy buena, porque le imprime a la rola no sólo el evidente humorismo, sino ese aire familiar, cotidiano, reconocible, que también tienen los personajes de la letra. Por su parte, la voz del cantante es graciosa, relajada, gozosa, y muy bien apoyada por una segunda en armonía en algunas partes, además de los mencionados comentarios al fondo (incluyendo esos ronquidos de dibujos animados, cerca del final). Una música y un arreglo que son también un jugueteo liviano y mordaz.
Por ello, Cipolite-Beach es una muy buena rola de entretenimiento y crítica velada no pretensiosa, que muestra que hay canciones para distintos momentos, estados anímicos e intenciones, y que, mientras se creen desde la inteligencia, poseen tanta validez como las solemnes y hondas.


18 de febrero de 2011

BOTELLAS DE MAR

Letra: José Cruz.
Música e intérprete: Real de Catorce.
Disco: Mis amigos muertos.

En mi calle vive el príncipe del cáncer,
la dama venérea y un viejo que hace blues.
Cada puerta es como un bálsamo bendito
para el miedo, el amor y la piedad.
En esta calle flotan
botellas
de mar.

En mi calle duerme el diablo en una estufa;
corta cartucho, y mata a un violador.
Una niña más, de plata, resplandece
como flor de Sodoma en la quietud.
En esta calle flotan
botellas
de mar.

Pide un deseo en mi calle,
y verás la pasión de Jesús.
Pide un deseo en mi calle,
y tendrás el perdón de un ladrón.

En mi calle baila un ángel pandillero;
al pie de su tumba, un Chevy ’56;
de sus alas, cuelgan crímenes pequeños
y un tornado al este de su Edén.
En esta calle flotan
botellas
de mar.

En mi calle nunca ha entrado un policía;
es duro el sendero, oscuro el callejón.
Por el ojo de aguja de este reino
arden Roma y el trono del Señor.
En esta calle flotan
botellas
de mar.

Pide un deseo en mi calle,
y verás la pasión de Jesús.
Pide un deseo en mi calle,
y tendrás el perdón de un ladrón.

En mi calle rigen lunas vangoghianas,
rojas de brandy y crudas de vermouth.
Una ráfaga de noche mexicana
parte el labio de mi alma, norte a sur.
En esta calle flotan
botellas
de mar…


Como señalé en el otro blog, el rock’n’roll es una fusión de fusiones. Si uno revisa su árbol genealógico, encuentra básicamente cuatro grandes pilares principales que arman esa fusión, y que, a su vez, proceden de otra u otras fusiones. Por el lado “negro”, están las derivaciones de la música africana, llevada por los esclavos: el blues (y el posterior rhythm & blues), el gospel y el jazz (que incluyen el be bop, el dixieland, charleston y fox trot, y todos sus demás derivados). Pero el cuarto pilar, el aporte básicamente “blanco”, es el llamado rockabilly, que agrupa la música country y todos sus derivados (el folk original, la herencia del swing y la música de las grandes bandas, etc.), pero con un ritmo más acelerado. Por estos orígenes, en muchas canciones del rock’n’roll clásico se nota la influencia preponderante. Así, Chuck Berry suena más a rhythm & blues, mientras que Bill Halley recuerda más su influencia de rockabilly. Al complejizarse y perder el apellido, el rock incorporó muchas más influencias, incluyendo los ritmos latinos (como Santana), la balada, la música clásica (como en todo el rock sinfónico), y también los recursos de estudio (como en el rock progresivo). Además, el rock, como influencia para otros ritmos, propició nuevas derivaciones (sobre todo al enriquecerse con la música europea, prehispánica mesoamericana y hasta asiática), como el soul, el funky, y el resto de los ritmos más novedosos: punk, etnorrock, dark, grunge, etc. Esta inmensa amalgama ha permitido que, bajo el nombre de rock, encontremos ritmos diametralmente distintos, y aun opuestos. Pero cada tanto, los rockeros avivan sus raíces, y juegan con los ritmos originales, dándoles un toque novedoso y fresco (vimos muchos ejemplos en el otro blog, así que no los repetiré). Parte de esa decisión es plenamente lúdica: los rockeros buscan demostrarse que “pueden hacerlo”, así que juguetean con los ritmos añejos para probar sus propias capacidades musicales. Y las letras a veces también exploran los estilos viejos, o mantienen relación con el ritmo escogido; pero otras veces van por su propio camino.
Ejemplo de esto último es Botellas de mar de Real de Catorce. Su letra, seria, a ratos amarga, a ratos maldita y a ratos apologética de la vida barriera, se desenrolla sobre una música heredera del rockabilly. Su ritmo de 2/4, remarcado por el arreglo de guitarras electroacústicas (una con un atinado slider apuntalando el estribillo), además de los estupendos solos de violín de Cox Gaitán (que formó parte del grupo Un viejo amor y ha tocado con muchos músicos del rock mexicano), crean un country poderoso, energético y muy disfrutable. Casi lúdico, de no ser porque la letra justamente esconde una amargura disfrazada de orgullo y desafío, aunque por momentos perfectamente podría decirse todo lo contrario: que es una amargura aparente, que esconde un orgullo por el espacio al que se pertenece, y un desafío al fuereño invasor, que ensucia de limpieza ajena la mugre, amada por ser propia (una limpieza que, como bien sabemos, es sólo aparente, de discurso oficial o de abuso de clase). Y ambas conclusiones son verdaderas, porque reflejan la ambigüedad efectiva del paisaje urbano y sus realidades brutales, violentas, que concretan el mundo ficticio futurista que describió Anthony Burguess en A clockwork orange, pero que en la Ciudad de México es realidad hace ya rato. Pero justo como muestra Burguess, y como señalamos antes, la supuesta alternativa sólo es aparente, otro mecanismo de control, sólo otra cara de la misma moneda de mierda. Para atenuar el espíritu festivo del country, inteligentemente Real de Catorce utiliza una dominante menor, que le da el necesario toque solemne y amargo, en medio de la agilidad del ritmo. Además, el tono escogido, muy grave, por momentos difícil para la tesitura común, también vuelve honda la melodía para la voz de José Cruz, a ratos casi un susurro. Al final, los aplausos y las risas dementes, muy pinkfloydeanas, agrandan el efecto desquiciado que el lenguaje de la letra encierra, para hacernos sentir esa mascarada distorsionada por la marginación y la ruina.
Para describir este paisaje de miserias, José Cruz crea una vez más toda una mitología, casi hipérbole, llena de personajes foscos y referencias exóticas, que recuerdan el lado oscuro del Modernismo, el estilo esperpéntico de Valle-Inclán, el Expresionismo de Georg Trakl, la obra de El Bosco y las Pinturas negras de Goya, pero mezclados con la poesía maldita de Baudelaire, Latrèamont, Rimbaud, etc. El estilo un tanto exagerado de Cruz, que en ocasiones se le va un poco de las manos, y que lo lleva a ciertas reiteraciones, en Botellas de mar (y otros ejemplos) da en el clavo, permite la incursión en la sordidez plena de la realidad humana, pero cargándola de poesía desafiante. Así, Botellas de mar es una especie de contra-versión bizarra de Penny Lane, pues los elementos cálidos y familiares de la calle en la rola de los Beatles aquí se distorsionan, se muestran descarnados, porque pertenecen a un campo semántico cargado, denso y maligno (“príncipe del cáncer”, “dama venérea”, “diablo en una estufa”, “violador”, “ladrón”, “lunas vangoghianas rojas de brandy y crudas de vermouth”), que propicia metáforas lóbregas, y que José Cruz atinadamente resalta a través del claroscuro, al oponerlo a ligeros toques del campo semántico sacro (“bálsamo bendito”, “el amor y la piedad”, “niña de plata”, “pasión de Jesús”). Este recurso, insinuado a ratos, en otros ejemplos se arma directamente: “ángel pandillero”, “bálsamo bendito para el miedo”, “flor de Sodoma”, “de sus alas, cuelgan crímenes pequeños”, “tornado al este de su Edén”, “por el ojo de aguja de este reino, arden Roma y el trono del Señor”, “perdón de un ladrón”. Estas metáforas e imágenes armadas con oposiciones semánticas, que han caracterizado siempre el estilo literario de José Cruz, bajo el tema de la calle capitalina adquieren una precisión demoledora, porque la locura onírica surrealista en México (como bien dijo el propio Breton), y sobre todo en el D.F., es realidad plena. Por ello, en Botellas de mar la poesía hiperbólica de Cruz, llena de criaturas mitológicas malditas, encuentra su máximo campo de cultivo, gracias a su tema, a esa locura reconocible, que sólo es realmente exótica para quien no se ha impregnado de su caos.
De este modo, las oposiciones de la letra coinciden con las de la música, porque esa contradicción inaprensible es también la de la calle urbana, la del barrio angustioso, despiadado, pero que resguarda la única pertenencia auténtica que tenemos al alcance. De ahí que Botellas de mar acierte en sus balazos estilísticos desaforados, ante una realidad nacional más desaforada aún, ante la cual todo exceso se queda siempre corto.

16 de febrero de 2011

CENZONTLE

Letra: Pablo Ulrich.
Música: Jaime López y Jorge
Coco Bueno.
Intérprete: Jaime López.
Disco: Cenzontle.

Tomo la pluma y la hoja de papel,
en este enfrentamiento,
en este arrebato de absurda fe.

Juego, cenzontle, a que te invento.
Ahora escucha: te cuento de mi ciudad.
El arcoíris tiene sus raíces
aquí,
en los botes de basura;
que esto tampoco te asombre:
también hay flores
insolentes, creciendo en nuestras
tumbas.

Generalmente aquí hace gris.
Generalmente tengo poco
que decir.
Generalmente, y desde siempre,
en los coros
desafino,
y en los dúos, ni voz ni voto.
Generalmente, y sin remedio,
igual que tú, cenzontle,
canto solo.

Despiertas, cenzontle, y son
cuatrocientas historias nocturnas
las que cuentan tus cuatrocientas voces
desgarradas.
Despiertas sabiendo
que te has restado un día y una voz;
pero qué importa, cenzontle:
tú, por favor, sigue cantando…

En otro caso de musicalización de un poema, Jaime López sorprende con Cenzontle. Y sorprende no sólo porque no ha hecho este tipo de contribuciones de manera habitual, sino porque su música es inquietante, osada como nunca (en buena parte gracias a la ayuda de Coco Bueno, así como de Roberto Villamil en los arreglos y la ejecución). Si para muchos la canción Eros es un hallazgo, al mostrarnos a un Gerardo Enciso progresivo, lejano al rupestre habitual, con Cenzontle estamos ante un López completamente experimental, vanguardista. Quizá porque la estructura del poema de Pablo Ulrich lo propició, Jaime explora, y se muestra musicalmente más libre que nunca. Y es que de por sí no es fácil musicalizar un texto ya listo (la gran mayoría de los compositores hacen primero la música, o al menos la crean a la par de la letra), pero, a diferencia de la auténtica letra de canción, el poema moderno de versos libres varía más su métrica, acude más a la estructura irregular. Por ello, una musicalización así no puede ser claramente definida, de melodía repetitiva reconocible. Incluso suele no apoyarse en estribillos, de modo que la estructura más flexible, o de plano la ausencia de la misma, es el único recurso al alcance para el músico, y la melodía se vuelve un ave que planea por el aire, sin repetir un trazo, sin pasar por el mismo punto. Eso recuerda Ángel de Sodoma de MCC y otras canciones volátiles. Pero sin duda Cenzontle es más radical, casi inaprensible, de no ser por un par de figuras musicales que sí se repiten: la de la guitarra en la introducción, que el piano de Coco Bueno revivirá justo al aterrizar después de su solo desatado y explosivo; y la de la última figura musical, que repite la misma secuencia de acordes que cierra las estrofas segunda y tercera. Este aparentemente raquítico recurso es el que en realidad hace a la rola más definida para el escucha, pues esas repeticiones son como barandales para poder asirse, y no caer en la vorágine de la música plenamente experimental, polifónica, llena de disminuidos y aumentados oscuros, o de plano atonal. Así, podemos ver que Jaime López igual sostiene el interés por crear una canción aprehensible, pese a que se atreve como nunca al experimento y la soltura melódica. Para lo segundo, las atinadísimas figuras de la guitarra eléctrica de Roberto Villamil, y sobre todo la espectacular ejecución pianística de Coco Bueno arman un arreglo atrevido, moderno, vanguardista, con tintes de free jazz, pero principalmente de música clásica moderna experimental. En una especie de fusión entre Liszt, Rachmaninoff, Shostakóvich y Guillermo Briseño, tras el término de la parte cantada (con la voz de Jaime jugueteando con agudos y hasta falsetes, como siempre) el solo de piano de Coco Bueno es eufórico, impetuoso, de una altura nunca igualada en el rock mexicano, de un lirismo potente, pero sin volverse plenamente caótico, y que llevará al escucha del desgarramiento volcánico al remanso melancólico de su impecable final, dulce y conmovedor. Así, la maravillosa música de la rola es como el vuelo del cenzontle: digno, a ratos firme y arriesgado, a ratos deshilvanado y doliente, pero siempre solitario.
Justamente es la soledad la piedra angular del poema de Ulrich. Pero no cualquiera: una vez más, estamos ante el tema del mundo del artista, duro, áspero, doloroso. A diferencia de la misma música, la danza, el teatro, etc., artes colectivas, la poesía pertenece al grupo de las artes solitarias. El poeta canta solo, como el cenzontle, sin enterarse nunca cómo afecta su canto al que se topará con sus versos. Justo por eso, la letra comienza con la eterna angustia del poeta ante la página en blanco (que es el tema central de la novela El libro vacío de Josefina Vicens, citada en el post anterior, así como de distintos poemas de José Emilio Pacheco, José Carlos Becerra y tantos autores), porque se enfrenta a una búsqueda comunicativa que nunca pasa de ser un mensaje en una botella de mar. Ese cantar despiadadamente aislado propicia la analogía entre poeta y cenzontle. Primero, el pájaro es el colega confidente, que vive la misma soledad, y al que se le muestra el mundo del poeta, yermo, miserable, despoblado aunque esté lleno de maniquíes autómatas, en esa ciudad terrible (“el arcoíris tiene sus raíces aquí, en los botes de basura”), pero que también posee mínimas tibiezas (“también hay flores insolentes creciendo en nuestras tumbas”), auténticamente milagrosas, que se aferran a la existencia más allá de su sentido, como de alguna manera hacemos todos los hijos de la ciudad. A continuación, el cenzontle pasa de confidente a espejo: se convierte en el poeta mismo, que es el que posee esas características inconexas, perpetuamente ajenas (“generalmente, y desde siempre, en los coros desafino, y en los dúos, ni voz ni voto”). Por eso, cenzontle y poeta, cenzontle que es poeta, poeta que es cenzontle, son el mismo aislamiento cantado, sin esperanza ni fe de prójimo. Entonces, en la última estrofa Pablo Ulrich transforma el autorretrato inicial en una aparente etopeya del cenzontle, pero que es sólo un recurso estilístico para seguir reflexionando sobre la melancólica condición propia. No obstante, el poema cierra con la misma convicción casi irracional de todo poeta ante su realidad quebrada: hay que seguir cantando, aunque los porqués sigan sin respuesta. Y para aumentar esa angustia, ese sueño, esa tabla de náufrago, Ulrich acude a la deprecación (“pero qué importa, cenzontle: tú, por favor, sigue cantando”), que es en realidad un ruego a sí mismo, un aliento, un afán de resistencia, desesperado, sin más sostén que la necesidad de seguir cantando, aunque sólo sea para sí mismo.
De este modo, un poema profundamente emotivo y desgarrado (pero formalmente cuidado) se conecta con una música rebelde y casi inaprensible, y esa fusión aparentemente difícil en realidad arma una canción vanguardista y progresiva, fresca, ambiciosa, deliciosa en su sinuosidad compleja y vasta. Otra obra maestra del rock mexicano.

8 de febrero de 2011

LA SIRENA

Letra, música e intérprete: Hebe Rosell.
Disco: sin editar en disco, grabada de una actuación en vivo en un programa de T.V. (si mal no recuerdo).

La pesca le cosía
el alma a la camisa.
“No vayas solo, padre,
porque uno nunca sabe”.

Pero esta soledad
no es cosa de la edad.
“No vayas, marinero,
que el mar es traicionero”.

Entonces me llevaba
cargando la carnada.
Me acuerdo y no me acuerdo,
yo, niña, y él, en medio…

Yo no sé qué quería
pescar, qué se traía.
Nadando se internaba,
y el mar se lo llevaba.

Cautiva en el castillo
que construí en la arena,
un día vi a mi padre
venciendo a la sirena.

Me acuerdo y no me acuerdo,
yo, niña, y él, tan lejos.
La sal lo iba tomando,
y el mar seguía cantando,
y el mar seguía cantando,
y el mar seguía cantando…


Ya en el otro blog comenté la importancia que tiene la creación de una atmósfera en canciones como El primer aguacero del año de Qual, Rock en vivo de Rockdrigo, etc., además de todos los ejemplos literarios y del resto del arte ahí citados. Esa atmósfera impacta en el alma del escucha, a veces por motivos más oscuros, por evocaciones escondidas que hace emerger, que revitaliza. Cuando esto ocurre, es muy probable que estemos ante una obra de nostalgia. Etimológicamente, nostalgia viene de nostos, que significa pasado, y del sufijo –algia, que significa dolor. Es decir, la nostalgia es un dolor por el pasado. ¿Pero por qué provoca dolor ese pasado? Simplemente porque se ha ido, y el tiempo es irrecuperable. De ahí que un pasado pueda provocar nostalgia incluso si no tiene nada de idílico, como bien muestra José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto y El principio del placer, dos de las grandes novelas de nostalgia (la segunda provoca la eterna e inútil discusión de si es cuento largo o novela corta, pero no caeré en ella). Y estas novelas narran precisamente la infancia y la adolescencia, dos lugares del pasado, dos épocas irrecuperables, con todos sus contextos: sociales, morales, políticos, pero también definidos por aromas, lugares, paisajes, personajes, lenguajes, modas… Cuando una canción crea atmósferas que a la vez crean evocaciones, ya sea desde la música (a través de las notas, los timbres de los instrumentos, los recursos de estudio, los efectos de sonido, etc.), desde la letra (al citar referencias, describir lugares reconocibles, nombrar personajes conocidos, utilizar léxicos del momento, etc.), y más aún, desde ambos elementos juntos, echamos un vistazo a esa época perdida, desde la memoria, la alusión reconocible, el sonido familiar. Y su condición irrecuperable se siente en tal plenitud, que eso provoca ese dolor, esa nostalgia. Esto lo podemos ver en esas dos novelas, pero también en los cuentos Luna de Héctor Manjarrez (sobre la época hippie), El rey criollo y Bye, bye love de Parménides García Saldaña, La hembra de Arturo Uslar Pietri, El primer amor de José López Portillo y Rojas (no es el nefasto expresidente), Yambalalón y sus siete perros de Juan Villoro, La palabra sagrada de José Revueltas, Cuál es la onda de José Agustín, las novelas De perfil, Se está haciendo tarde (final en laguna) y La tumba de éste último, Gazapo de Gustavo Sáinz, El solitario Atlántico de Jorge López Páez, Cartucho de Nellie Campobello, La salvaja de Carmen Boullosa, Balún Canán de Rosario Castellanos, y tantos y tantos ejemplos. Y ni hablar del cine: Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore, Cría Cuervos de Carlos Saura, Simitrio de Emilio Gómez Muriel, Fanny & Alexander de Ingmar Bergman, Dead poets society de Peter Weir, Angela’s ashes de Alan Parker, Melody de Waris Hussein (con guión del mismo Parker), y un larguísimo etcétera. Curiosamente el rock no ha acudido demasiado a la nostalgia, seguro porque es una creación básicamente juvenil; es decir, no tiene a la suficiente distancia ninguna época como para añorarla. Algunas alusiones se ven en rolas como Cuando era más joven de Joaquín Sabina, Treintañeros de Carlos Arellano o Desde mi moto y Ay, Inés de Jaime López, sólo que limitadas a la adolescencia y juventud más reciente. Sobre la infancia, los casos disminuyen. Se dan más en la trova, un estilo de espíritu más “adulto”, como muestran Esos locos bajitos y Mi niñez de Joan Manuel Serrat, El primer amor de Pablo Milanés y El rey de las flores de Silvio Rodríguez. En el rock mexicano, las alusiones a la infancia son muy pocas. Recuerdo La víbora de Fabio Morábito, interpretada por Carmen Leñero, y algunas realmente indirectas, como ¡Niño, déjese a’i! de El personal y Canción de cuna de Armando Rosas (ni contar esas dos aberraciones de moralina fácil del Three souls in my mind y luego El tri, llamadas Pobres de los niños y Niño sin amor), pero los ejemplos escasean (mención aparte merecen, por tratarse de casos diferentes, El chisme de los tucanes de MCC, con letra de una niña, Adriana Briseño, hija de Guillermo Briseño, producto de un concurso de poesía infantil organizado por el grupo, así como Pequeño Alfredo de Lucerna Diogenis, falsa canción de cuna para un amigo cuya muerte se convierte en un regreso a la infancia, dos rolas que en su momento analizaremos aquí).
Una excepción a esta carencia de canciones sobre la infancia en el rock mexicano es La sirena de Hebe Rosell. Como conté en el otro blog, Hebe es originaria de Argentina, y forma parte de una familia de músicos, entre los que se ha destacado Andrés Calamaro, y llegó a México exiliada de la dictadura militar. Aquí ha realizado toda su carrera musical, así que indudablemente es parte del rock mexicano (así lo asume en su rola En México me quedo, escrita por Briseño, pero basada en su propia historia). Quizá por su pasado de folclorista (formó parte del grupo Sanampay, en el que también participaron Delfor Sombra, Caíto, Eugenia León, Guadalupe Pineda y otros músicos reconocidos), en La sirena evoca la infancia, a través de una instantánea significativa, un solo momento, que para el mundo adulto es intrascendente, pero que queda como marca indeleble en la memoria de una niña. Sin llegar a ser trauma, la imagen del padre alejándose, internándose en el mar, en ese mundo oscuro, profundo, indescifrable e infinito para la niña que ve todo desde la orilla, propicia una angustia, quizá leve, pero lo suficientemente honda como para permanecer en el recuerdo contra viento, marea y ola arrebatadora, amenazante, que se lleva a ese ser protector, ídolo y semi-dios mitológico que es un padre para su hija. Tanto así, que no hay artilugio marino que lo someta, que logre apropiárselo; no hay sirena capaz de subyugarlo con su voz, su brisa, su misterio. Y por eso, la angustia cede, arropada por la fantasía, por la imaginación infantil, que vuelve invencible al padre, porque los niños escapan a un mundo propio, donde las amenazas del entorno suavizan su significado, y donde vive la esperanza (pero no cuando sí se habla de traumas plenos). Así, Hebe Rosell nos entrega un fondo muy profundo y emotivo, pero ceñido a una sola escena cargada de significado, al estilo de la fotografía artística de Lola Álvarez Bravo o Tina Modotti. Pero dicha escena se recrea a través de un estilo poético muy bien cuidado, que se anuncia ya desde la primera imagen, metáfora y prosopopeya que poetiza la realidad con una frescura e inocencia maravillosas, muy propias del lenguaje infantil (“la pesca le cosía el alma a la camisa”), para después aterrizar en el lenguaje más cotidiano, en esos vaivenes que muestran cómo los niños tienen sólo un pie en la realidad que perciben los adultos, y otro en ese mundo propio mencionado antes. Después Hebe usa una frase muy reconocible de la mencionada novela Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco (“me acuerdo, no me acuerdo”), a manera de homenaje, pero también por el placer que significa señalar la coincidencia con otro artista extraordinario en sensibilidad e intereses (inevitablemente recuerdo otro ejemplo de esto: la carta de Octavio Paz a Josefina Vicens, que se volvió introducción a su excepcional novela El libro vacío, también de fuerte carga nostálgica). Así, las reflexiones temerosas y las tímidas súplicas infantiles hacia el padre van llenando los versos heptasílabos refrescantes, de bien logradas rimas consonantes y asonantes, en cuartetas pareadas (salvo la quinta, en que se devela el sentido del título), estructura y recursos literarios que dejan bien claro el cuidado formal de Hebe Rosell. A eso se debe que La sirena posea una letra tan notablemente equilibrada en forma, fondo y emoción, una verdadera lección de estilo y trascendencia.
Pero La sirena es una canción en que la melodía, el arreglo y la voz también crean una atmósfera extraordinaria, conmovedora, sin dejar de ser un tanto extraña. Tras su etapa folclorista, Hebe creció como rockera al lado de Briseño. La quena y la flauta de antes fueron cediendo el paso al sintetizador, y en La sirena se expresa esa nueva potencia muy claramente. El sonido del sintetizador escogido para la rola es envolvente, amplio, enormemente evocador de ese mar que arma el paisaje de la letra (obviamente apuntalado por el efecto de olas al fondo), y que recuerda en la introducción y final el estilo de Eblén Macari. La voz de Hebe, también profunda, grave y cálida, impregna la entonación de ondulaciones delicadas, que liberan las notas suavemente, como vuelo de gaviotas entre el rumor de los acordes alargados, en un ritmo de olas que se condice perfectamente con el tema marítimo de la letra. Y la voz libre y lejana que usa Hebe al final nos hace audible el intento de la sirena imaginaria por apoderarse de la voluntad paterna, en uno más de los aciertos del arreglo. Hasta el final, en que el acorde despliega sus notas definitorias lentamente, para sugerir la serenidad final de la niña ante un mar doblegado, derrotado.
Podemos ver, entonces, cuánto trabajo minucioso, musical y poético emplea Hebe Rosell en La sirena, lleno de detalles formales que le dan sustento a un fondo inteligente y conmovedor, en una instantánea de nostalgia, belleza y auténtica inocencia.