Letra y música: Agustín Aguilar.
Intérprete: Vieja Estación.
Disco: Yo soy la mosca (Gerardo Aguilar Tagle).
¿Dónde estás, hermano?
¿Dónde estás, que no te veo?
Habíamos quedado de llegar juntos al pueblo
de los viejos,
que aún está muy lejos,
que aún está muy lejos,
y allá no hay espejos para mirar tus ojos
de regreso.
Llevo tu caballo,
llevo tu caballo,
lo llevo de la brida, sin la silla ni el sarape
de tus sueños.
Somos los dueños,
somos los dueños
de tus cenizas, tus dibujos, tus cigarros
y tus recuerdos.
¿Dónde estás, hermano?
¿Dónde estás, que no te veo?
Habíamos quedado de morirnos de flojera
y de la risa.
¿Cuál era tu prisa?,
¿cuál era tu prisa?,
¿llegar antes a misa y beberte el vino
a escondidas?
Ya estarás contento,
ya estarás contento,
bebiéndote la lecha tibia de una Luz Eterna
entre sus brazos.
¿Cómo es su sonrisa?,
¿cómo es su sonrisa?
¿se acuerda ella de que fuimos siempre dos
al mismo tiempo?
En sentido estricto, una elegía es todo poema de tema triste. No obstante, el término fue derivando naturalmente a la creación poética que homenajeaba, recordaba o se lamentaba por la muerte de alguien. Quizá la primera elegía sobresaliente fue la obra de Jorge Manrique Coplas por la muerte de su padre, pero después aparecieron ejemplos extraordinarios, como Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca, La niña de Guatemala de José Martí, Solía escribir con su dedo grande en el aire de César Vallejo, y sobre todo la Elegía de Miguel Hernández, para su difunto amigo Ramón Sijé. En México, podemos citar dos poemas de Jaime Sabines: Algo sobre la muerte del mayor Sabines y Tía Chofi. En la trova podemos citar A Salvador Allende en su combate por la vida y Si el poeta eres tú de Pablo Milanés. Obviamente el rock también ha expresado el dolor por la pérdida de un ser querido. Podemos mencionar Julia y Mother de John Lennon, When the tigers broke free de Pink Floyd, en español Era en abril de Juan Carlos Baglietto, y en el caso del rock mexicano, las revisadas Cadáver de Gerardo Enciso, Polvo en los ojos de Real de Catorce, y también Pequeño Alfredo de Lucerna Diogenis y Para un compa de Arturo Meza (a la que hay que añadir otra de éste último, sólo que de manera mucho más oscura: Don Guiñapo). En todos estos casos (y muchos más) se trata de elegías a amigos, padres, parejas, hijos, otros parientes, figuras reconocidas y aun desconocidos, cuya muerte igual conmueve.
El caso de Wichili McCoy es especial. Una elegía con aires de semi-western, como señala el título, porque esta rola de Agustín Aguilar no se centra en la solemnidad del dolor puro ante la pérdida (aunque sin ninguna duda subyace en el fondo), sino que intenta recrear la atmósfera infantil, inocente y jubilosa (en ese sentido, se acerca más al ejemplo mencionado de Lucerna Diogenis), porque Wichili McCoy es el nombre de vaquero que el hermano desaparecido (el músico Gerardo Aguilar, del que Agustín era hermano gemelo, y con el que formó el grupo Mamá-Z) usaba en sus juegos de niños. Por ello, esta visión de la muerte del hermano añorado resulta agridulce, porque pasa del tono que sostiene ese lenguaje entre hermanos que juegan, al conmovedor reproche falso ante la promesa incumplida de morir juntos, de risa y pereza, y no amargamente como en la lacerante realidad. Pero esto no es un descontrol estilístico: al contrario, intenta reflejar el dolor más auténtico, que reposa momentáneamente y permite alguna risa, algún recuerdo que consuela apenas, o que se explica por el mero agotamiento, para después arreciar con todo, golpear con nuevo fuego despiadado, como duelen realmente las muertes de los que amamos, justo porque no (y quizá nunca) terminamos de aceptar la injusticia de una pérdida semejante. Estos vaivenes emocionales explican que el pretendido western lúdico pronto se transforma en un diálogo sin respuesta (que no un monólogo, en el sentir del autor, y como recurso estilístico), de plena intimidad y remembranza cómplice, que refleja la ausencia irreparable, porque es la de una personalidad limpia y graciosa, dada a la irreverencia inofensiva, pero audaz, como refleja la frase del vino sacro. Al final, la referencia simbólica a la Luz Eterna (sea la muerte, sea la gloria, sea simplemente una manifestación de trascendencia sin Dios, más propia de los rockeros) culmina con el último reproche: “¿se acuerda ella de que fuimos siempre dos al mismo tiempo?”; es decir, ¿cómo se atrevió a romper ese lazo irremediable y sin comparación entre gemelos, al llevarse a uno y dejar al otro literalmente medio muerto, partido, cercenado? Así, como podemos ver, Agustín Aguilar explora más que nunca el control del paseo de la transparencia del lenguaje al estilo más poético, para que esos contrastes atrapen, aflojen y vuelvan a atrapar emocionalmente al escucha, y se logre así la empatía propia de una canción dolorosa, que intenta disfrazarse cálidamente de jubilosa desde el recuerdo de lo bello, porque justo así es la reacción más sensible ante el ser querido perdido.
Por el lado de la música, Agustín escoge no interpretar él este homenaje a su hermano (como lo es todo el disco). Uno no puede dejar de lamentarlo un poco, pero no porque el resultado de esta decisión sea malo, sino porque inevitablemente se antoja conocer la canción con la voz el autor. Imagino que hubiera sido demasiado doloroso para Agustín, y a eso se debe la resolución, pero en todo caso la voz del invitado Ezequiel Espósito resulta correcta, mesurada y discreta, aun en la ruptura final, que retrata el nivel máximo del dolor, cuando el homenaje western infantil no logró sostenerse más y se volvió lamento puro. Bajo esta lógica es más que atinada la melodía, porque el arreglo del grupo Vieja Estación, con aires de country lento, que incluye los clásicos solos de guitarra con slider y el piano de notas cortas y agudas, no es festivo, al desarrollarse en un círculo en tono menor, que otorga finalmente una atmósfera melancólica. Por ello, el arreglo de Wichili McCoy evoca el estilo de Crosby, Stills, Nash & Young, sobre todo cuando se trataba de canciones de este último, y también del Neil Young solista, aunque la voz también le imprime un aire de Country Joe. Por ello, pese a que la melodía que crea ese círculo menor es bastante sencilla, resulta precisa para graduar la emoción de la letra. Al final Wichili McCoy se convierte en una elegía suave, fresca, dulce, altamente tierna, que conmueve profundamente, en el mejor homenaje que un hermano puede dar a otro: la auténtica amplitud emocional humana.