11 de agosto de 2011

EL TLALOCMAN


Letra y música: No tengo a mano los créditos exactos, pero participaron en la creación al menos Salvador Chava Flores, Carlos Monsiváis y Alfonso Arau, no sé exactamente en qué medida.
Intérprete: Botellita de jerez.
Disco: Naco es chido.




De día,
muy temprano tengo que checar;
de noche,
me transformo en el Tlalocman.

Me sobran superpoderes,
también me sobra debilidad,
y con mi supervista
te puedo, nena, radiografiar.
Me dicen Gutierritos
los que no saben que soy Tlalocman.
¡Tlalocman!

He combatido a los villanos
que del espacio suelen llegar,
pero mi suegra me quiso regañar,
por haragán.

De día,
muy temprano tengo que checar;
de noche,
me transformo en el Tlalocman.

Me sobran superpoderes,
también me sobra debilidad,
y con mi supermano
hoy la quincena voy a pagar.
De mañana, cajero;
de noche, baby, soy el Tlalocman.
¡Tlalocman!

Soy muy man,
requete man,
¡cáspita, man!,
muy, muy man.
Man, man, man,
soy el Tlalocman.

De día,
muy temprano tengo que checar;
de noche,
me transformo en el Tlalocman.

Me sobran superpoderes,
también me sobra debilidad,
y con mi supervista
te puedo, nena, radiografiar.
Me dicen Gutierritos
los que no saben que soy Tlalocman.
¡Tlalocman!

Soy muy man,
requete man,
¡cáspita, man!,
muy, muy man.
Man, man, man,
soy el Tlalocman.


Si al hablar sólo de influencia podía ponerse en duda la de Chava Flores en el rock mexicano, su histórica participación directa en el mismo no deja lugar a dudas. Existen varias versiones de los hechos, pero más o menos se sabe que la idea de Alfonso Arau de crear un grupo de rock surgió más por diversión y para un espectáculo puntual, que por convicción. De esta manera, Arau, comediante, bailarín y actor en el auge de su carrera, convocó a personajes tan disímiles como sorprendentes para su proyecto, como Carlos Monsiváis y el mencionado Chava Flores, que participaban, según sé, sólo en las composiciones, más un grupo de músicos diversos. Y surgió así el grupo Los Tepetatles (algo así como “Los Beatles de tepetate”). Además del espectáculo mencionado, el grupo dejó un único disco, Arau a go go, que es toda una reliquia. Y años después, el hijo de Alfonso Arau, Sergio, guitarrista de Botellita de jerez, retomó una de las canciones del disco: El Tlalocman. Y más allá de si participó o no plenamente en el grupo, la sola idea de incluir a Chava Flores muestra cómo el espíritu humorístico se ha asociado siempre con el rock mexicano, lo que explica también la incorporación, esa sí indudable, de Carlos Monsiváis, que fue un humorista permanente, por escrito y aun en la plática, como muestran sus extraordinarias crónicas, ensayos, prólogos, artículos, y sobre todo su célebre columna Por mi madre, bohemios, pilar fundamental de la crítica política mexicana. La influencia de Chava Flores es notoria en El Tlalocman. Su letra, sencilla y mordaz, es otra muestra de su crítica a la idiosincrasia nacional, que es conformista disfrazada de soñadora, ingenua y a la vez corrompida, mediocre y altanera a la par, bravucona y cobarde en alternancia convenenciera o impulsiva. Caos, contradicción, sincretismo, locura, soledad, melancolía, violencia, se conjugan con una gran dosis de ignorancia, atraso e instinto de sobrevivencia a toda costa, armando la gran Comedia humana nacional, la Tragicomedia mexicana, como la calificó José Agustín. Chava Flores y Monsiváis dedicaron su vida a retratarla, a desmenuzarla, cada uno a su estilo, pero con igual contundencia e ingenio. Mucho más liviano y transparente (por lógica diferencia educativa), Chava Flores igual acierta plenamente, y se burla una vez más de los afanes heroicos del “mexicano medio” (como dice Roberto González en Lentejuelas), que recuerdan, en su visión más seria, la novela La gloria de don Ramiro de Enrique Larreta, el relato En la galería de Franz Kafka, o más cercanamente, el mismo Don Quijote de Cervantes, sólo que a la mexicana, prosaico, burdo, inconsciente por limitación intelectual, y no por locura (la referencia a Gutierritos es otra cara de la misma moneda, pero peor, porque es muestra de la franca tomadura de pelo del melodrama telenovelero, que vende la historia de La Cenicienta una y otra vez, centrada en la fortuna o la belleza, y no en la actitud crítica). Así, el burócrata que sueña con hazañas y tamaños imposibles, mientras ve su vida cotidiana en la ruina, representa al mexicano promedio, humillado por la realidad, y que en lugar de cultivarse, concentrarse y actuar para transformarla, se evade en fantasías inútiles, en una prolongación de la mencionada A qué le tiras cuando sueñas. Uno perfectamente podría concentrarse en el análisis de las condiciones históricas que han propiciado esa personalidad nacional, como la falta de oportunidades, el fomento de la incultura como estrategia política de los gobiernos priístas (y ahora panistas, cínicamente asociados con la patética Elba Esther Gordillo), la corrupción, la marginalidad, la mala nutrición, etc. Pero El Tlalocman apunta al conformismo de facto, que sí es responsabilidad del ciudadano en muy buena parte. Pero todo esto se muestra de manera humorística, casi inofensiva, porque la intención es juguetona (después el propio Alfonso Arau llevaría este tono al cine, en El Águila descalza), catártica, sin dejar de ser crítica (porque podría evitarse el tema, simplemente, y no es así). ¿No es ya indudable la influencia de Chava Flores en el rock mexicano?
Por su parte, la versión de Botellita de jerez de El Tlalocman es uno de sus logros más disfrutables y frescos. La liviandad rítmica de la versión de Los Tepetatles cambia radicalmente, y Botellita de jerez imprime en su versión una potencia de auténtico hard rock, con la guitarra distorsionada de Sergio Arau como gran soporte del riff introductorio (y final), además de su fuerte interpretación vocal en los estribillos, que suele irritar un poco, pero que aquí cumple su función perfectamente. Pero la auténtica maravilla de este arreglo es el ingeniosísimo intermedio, en el que el ritmo se va alentando conforme se queda sola la batería de Francisco Barrios El Mastuerzo, para luego dar paso a las percusiones y los alientos prehispánicos (flautas de barro, caracoles, etc.) del invitado José Ávila, del grupo Los Folkloristas (en una de las máximas muestras del afortunado cambio de actitud de los trovadores respecto a su inicial prejuicio con el rock). El resultado es una parodia deliciosa del sincretismo propio del etnorrock, que es también el que define al híbrido ridículo entre el dios Tláloc nahua y el superhéroe occidental de cómic (¿no recuerda a Tiempo de híbridos de Rockdrigo?), que a la vez simboliza el sincretismo esperpéntico de nuestra idiosincrasia, de narcolimosnas, santa Muerte, Legionarios de Cristo pedófilos, etc. Curiosamente, más allá de la parodia, la música resultante en este intermedio es enormemente bella. Por ello, el recurso no sólo es ingenioso, fresco y sorpresivo, sino que posee gran mérito en su ejecución musical, impecable, precisa. Luego, el ritmo revienta de nuevo, para volver a su cauce de rock poderoso, en la estrofa final, con lo que la nueva versión de hecho la reinventa, con una mejoría muy notable.
Por todo lo señalado, El Tlalocman de Los Tepetatles no sólo posee riqueza histórica y gratísima sorpresa por sus compositores, sino que se vivifica totalmente en la versión de sus herederos directos: Botellita de jerez, en uno de los temas más logrados de su dispareja carrera, llena de resbalones (como su etapa cumbiera, o la reciente película Naco es chido, de lo peor que he visto en el último tiempo, con un humor idiota, de Richard Lester subdesarrollado, pero con el agravante de los años transcurridos desde entonces), pero que aquí muestra lo que lograba cuando no cedía a la necesidad de éxito ni al papel de payasos utilizables. Un auténtico clásico por todos lados.

3 de agosto de 2011

LA TIENDA DE MI PUEBLO


Letra y música: Salvador Chava Flores.
Intérpretes: Rubén Schwartzman y Ángel Cervantes.
Disco: La amistad hecha canto, Vol. 1.
Obviamente también existe la versión del autor, además de muchas otras.




Tuve una tienda en mi pueblo, precioso lugar…
Te vendía de un camote de Puebla a un milagro a san Buto;
pitos, pistolas pa’ niños te hacía yo comprar;
pa’ tu cruda, una panza, o te inflaba una llanta al minuto.

Aros, argollas, medallas podías tú adquirir;
un anillo, un taladro, petacas, tu cincho de cuero;
te enterraba en el panteón, te introducía en el cajón;
antes, con un zapapico abría tu agujero;
me dabas para alquilar alguien que fuera a llorar;
mientras lloraba, alumbraba con velas tu entierro.

Leche, tu té, chocolate, tu avena o café;
te sacaba las muelas picadas, dejaba las buenas;
pasas, el chicozapote, picones con miel;
había métodos, tubos o huevos o platos o leña.

Desde Apizaco, yo ocotes mandaba traer;
exportaba el chipotle en cajones, también la memela;
chupones para el bebé, de un agorero hasta un buey,
chochos y mechas, bizcochos, tiraba rayuela;
el día de madres vendí lo que el día veinte metí:
nabos, zanahorias, ejotes y chile en cazuela.

Plumas en sacos de lona o tela de Joir,
había linos y tallos de rosas, mangueras y limas,
mangos, mameyes, cojines, trasteros de aquí;
había zumo de caña, metates, tompiates, tarimas.

De un embutido a un chorizo podía usted llevar,
longaniza de aquella que traen los inditos de juera;
te acomodaba al llegar en mi hotel particular,
tres pesos más te sacaba por la regadera;
pero un buen día me perdí, y hasta mi tienda vendí,
sólo salvé del traspaso la parte trasera.

Tuve una tienda en mi pueblo, precioso lugar…


En los comentarios de algún post del otro blog, disertaba con alguno de los visitantes sobre los vicios del rock mexicano. Muchos de ellos parecen inexplicables, aunque seguramente tienen un origen histórico. Señalé varios, algunos más propios de un subgénero: la insistencia en la voz nasal de los cantantes, los escasos estudios profesionales de música, el estancamiento en fórmulas que consiguen el fácil y acrítico aplauso de la “banda”, la idea de que el rockero debe sonar forzosamente marginal para serlo, la obvia y superficial crítica social sin refinar, la escasísima ambición de los arreglos, etc. Pero estas reiteraciones limitantes no son exclusivas del rock mexicano. En el cine nacional, por ejemplo, también se da un apego excesivo por los temas marginales, y una recurrencia ya agotadora por la tragedia. Mucho de esto se explica seguramente por las influencias de obras que en su momento impactaron al público. En el cine, el éxito de la película Los olvidados de Luis Buñuel sin duda propició una serie de búsquedas similares. El problema es que no cualquier director es Buñuel, por lo que el tratamiento se escapa por vías mucho menos logradas. Claro ejemplo de esto es Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez, llena de escenas lacrimógenas, que apuntan a lo peor de la sensiblería de la masa, que gimotea y luego se alivia con la personalidad del galán cantador y el humorismo bobalicón, pero nunca deriva en una auténtica reflexión de los mecanismos sociales ni idiosincrásicos de México. En el caso del rock mexicano, la pobre influencia de Alejandro Lora, y penosamente aun la de Rockdrigo, mal filtrada, ha propiciado seguidores de menor nivel, que arman la gran represa de obviedades y facilismos letrísticos y musicales del rock nacional. De ahí el gran valor de los que rompen con ese estancamiento, y crean obras imaginativas, atrevidas, inconformes…
Como también señalé por ahí, otro de los grandes lastres del rock mexicano es el afán, a estas alturas ya agotador, de explotar la vía del humorismo. Músicos que han logrado muy buenas canciones, terminan por encasillarse en esa línea, malogrando el necesario avance que su potencial sugería. Ya hablé de eso en la obra de Choluis y Trolebús, Mamá-Z, Francisco Barrios El Mastuerzo y Botellita de jerez, El Personal y hasta el mismo Jaime López, todos con mucha obra perdurable, pero con algunos resbalones reiterativos (ni siquiera vale la pena nombrar otros grupos y solistas, esos sí muy menores, que en realidad nunca insinuaron otras capacidades). Por ahí escuché alguna vez que alguien señalaba muy atinadamente cómo muchos de los músicos de la época del rock’n’roll terminaron en comediantes de televisión y churros cinematográficos: César Costa y su Papá soltero, Enrique Guzmán y su Bartolo, Manolo Muñoz y La carabina de Ambrosio, además de las payasadas de Johnny Laboriel, Benny Ibarra y hasta el mismo Javier Bátiz (recuerdo una película horrenda de ficheras, en que hacía un papel lamentable). ¿A qué se deberá? Sin duda un punto importante para explicarlo es que el rockero tiende naturalmente a la irreverencia, porque el rock mismo lo es de origen. Por ello, no son los casos mexicanos los primeros: de hecho, algo similar hicieron otros rocerkos, como Chuck Berry (en alguna película idiota de adolescentes, que no recuerdo) y hasta los mismos Beatles en sus películas, bastante bobas. Supongo que es esa influencia la que impactó a los rocanroleros mexicanos, que la trasladaron al inferior contexto nacional. Pero en cuanto al rock posterior, son otras las influencias que lo marcaron. Además de las mencionadas de Lora, Rockdrigo y el propio Jaime López, sin duda alguna podríamos señalar otros nombres previos, que se revaloraron con el tiempo, pertenecientes a la música plenamente humorística: Tin Tán, Piporro, aun Cri Cri, y sobre todo Chava Flores. De los tres, sólo el primero coqueteó con el rock’n’roll propiamente dicho, con covers y parodias de dicho ritmo, aunque más como intérprete que como compositor. Los otros tres, han influido en la actitud y las letras.
Aunque canciones humorísticas han existido prácticamente siempre, y en todos los géneros, Chava Flores fue quizá el primer compositor humorístico experto y exclusivo de esa línea. A través de los géneros musicales de su momento (ranchera, corrido, tango, bolero, etc.), Chava Flores se destacó por un rasgo que es justo el que lo relaciona tanto con el rock mexicano: sus canciones siempre fueron plenamente urbanas, y todos sus personajes representaban la picardía, la ignorancia, la calidez y las contradicciones del capitalino de las clases medias y los barrios bajos. De hecho, Chava Flores inauguró la canción de búsqueda de los arquetipos citadinos, tanto de personajes, como de situaciones: la boda (Boda de vecindad), el bautizo (El bautizo de Cheto), el funeral (Cerró sus ojitos Cleto), la fiesta de 15 años (Los 15 años de Espergencia), etc., eran los acontecimientos de la cultura popular, que permitían la aparición detallada del padre, la madre, los niños, el burócrata, el albañil, el político, la enfermera, la criada, todos inmensamente reconocibles, y que son hilarantes justo porque su ridiculez es tan familiar, por ser como el del lado, el prójimo, y peor aún: uno mismo. El ingenio de Chava Flores es tan grande como su capacidad descriptiva, sus recursos lingüísticos, pero también su versificación, sus metáforas, prosopopeyas y comparaciones, y más aún: la profundidad de su crítica social y aun política, cercana a la de los caricaturistas y cómicos más elaborados, como Palillo, Abel Quezada, Rogelio Naranjo, Rius, José Guadalupe Posada, etc. Un claro ejemplo es A qué le tiras cuando sueñas, un retrato de las miserias y vicios del mexicano, tan apretado y contundente como cualquier obra seria de Samuel Ramos, Octavio Paz, Carlos Monsiváis o Roger Bartra. Por ello, no cabe duda alguna de la influencia de Chava Flores en rockeros como Rockdrigo, Jaime López, Agustín Aguilar, Choluis, Botellita de jerez, Julio Haro, Armando Palomas, etc., que le han aprendido los grandes recursos para el retrato y la descripción sarcásticos, irónicos, paródicos y satíricos.
Uno de los mejores ejemplos de ello es La tienda de mi pueblo. Esta canción destaca no sólo por el alto humor, sino por el recurso específico que la define: el albur. Quienes hemos podido viajar a distintos países sabemos que el albur auténtico mexicano es único en el mundo. En otros lugares existen los juegos de palabras (podemos verlos, por ejemplo, en el gran poema argentino Martín Fierro de José Hernández), y especialmente en cuanto a lo sexual, el doble sentido. Pero el albur verdadero es más que eso: es un conjunto de fórmulas más bien fijas, que responden a otras equivalentes, armando un gran esgrima verbal, en el que lo más importante es “penetrar” al otro, desde el lenguaje. Es decir, no se trata de improvisaciones, sino de figuras verbales hechas, recurrentes, y que, sin embargo, siguen sorprendiendo al “rival” en turno. Hay varios estudios sobre la naturaleza del albur, incluyendo algunos muy forzados, exagerados, que sugieren su oculto fondo homosexual, definido por esa búsqueda de penetración sexual, de “violación por la palabra” entre hombres. Como si las mujeres no alburearan, digo yo… Pero haciendo a un lado esa discusión, el caso es que Chava Flores es uno de los máximos creadores de la canción alburera, como Tomando té, El chico temido de la vecindad, y sobre todo La tienda de mi pueblo. La capacidad para jugar con el lenguaje en esta última canción es muy notable, porque el gran mérito es hacer una canción con sentido pleno, que parezca inofensiva, pero que contenga esa gran carga alburera. La descripción, pero sobe todo la enumeración que exprime el campo semántico de los productos de la tienda, los juegos homófonos y algún calambur escondido, son los recursos retóricos principales de Chava Flores, que maneja con verdadera maestría, ligando albures uno tras otro de manera impresionante, sin tregua, porque logra que el elemento que sirvió para el albur anterior sea el que propicie la respuesta del siguiente. Y todo esto, sin romper la lógica de la versión inofensiva, para los inocentes, que nunca sabrán lo que se esconde detrás de la tierna evocación de la tienda provinciana. ¿Acaso no es evidente la gran influencia de este estilo en canciones como Oh, yo no sé de Rockdrigo, Juana, Ámame en un hotel y Me siento bien, pero me siento mal de Jaime López, Coito circuito y La tragedia de Juan Camaney de Trolebús, Los misterios de Rosa y No hubo modo de Mamá-Z, Dale de comer al conejito de El Personal, Canción para un armaño y De tripas, cuajo y corazón (heredera directa de otra de Chava Flores: La taquiza) de Botellita de jerez, y en otro sentido, Juanita de El Tri, por poner algunos de los innumerables ejemplos?
Para este post escogí no la versión del autor, sino la de su segundo mejor intérprete (para mí es imposible negar que el mejor fue Pedro Infante, nos guste o no): Rubén Schwartzman, para aprovechar y rendirle un homenaje a su labor de difusión de la obra de Chava Flores, y sobre todo por la sabrosa interpretación en vivo, acompañado por el guitarrista Ángel Cervantes. La voz grave de Rubén siempre supo resaltar el espíritu jocoso de las letras, pero también respetar el espíritu de la melodía, que en el caso de La tienda de mi pueblo es una canción ranchera tradicional, adornada por los requintos muy precisos de Cervantes. Valor aparte tienen los comentarios amenos e ingeniosos de Rubén ante su audiencia, previos y en medio de las canciones mismas.
Sin duda la obra y el carisma de Chava Flores han influido enormemente en la importantísima veta humorística del rock mexicano, y no es culpa suya que muchos (excesivos, diría yo) malos aprendices suyos no cumplan con sus niveles de exigencia, ingenio, recursos verbales y musicales, y sobre todo, talento. Pero los que sí lo hacen, como los rockeros mencionados, sin duda tienen una deuda muy notoria con él.