31 de enero de 2011

LUNAS DE NEÓN

Letra, música e intérprete: Gerardo Enciso.
Disco: sin editar en disco, grabada para radio.

Darle una mordida al tiempo,
y rumiarlo tan siquiera;
cortar una rebanada de ola,
y tocar con una guitarra de arena;

que me des un beso para guardarlo
entre las cartas,
y atrapar tu voz
con mi mano…

Pero mis tenis se siguen hundiendo en el pavimento,
cuando llego a mi casa de nube entre las lunas de neón,
en esta pinche selva
de concreto,
entre las lunas de neón,
la noche está cayendo
ya a pedazos…

Pero mis tenis se siguen hundiendo en el pavimento,
cuando llego a mi casa de nube entre las lunas de neón,
en esta pinche selva
de concreto,
entre las lunas de neón,
en esta pinche, pinche selva
de concreto,
entre las lunas de neón
la noche está cayendo
ya a pedazos…


Si en el post anterior señalé que la elección de una letra transparente no impide el uso de la elipsis, Lunas de neón de Gerardo Enciso sirve para demostrar que un tema puede propiciar elecciones diferentes respecto a esa opacidad o claridad semántica, y ambas con magníficos resultados. Esto porque Lunas de neón y El blues de los 5 pesos tratan básicamente el mismo tema: el peso desastroso de la vida urbana en el alma del ser sensible. Lo interesante es comparar las diferencias formales, los recursos que eligen los diferentes rockeros para tratar lo mismo. Gerardo Enciso divide la letra en dos partes. En la primera, formada por las dos estrofas iniciales, Enciso escoge la enumeración como figura retórica principal, la misma que Tierra baldía en El blues de los 5 pesos, como ya vimos. Pero las enumeraciones de Lunas de neón son completamente diferentes. Si Tierra baldía escoge el lenguaje directo y claro, Enciso se va por la vía contraria: se vale de metáforas y prosopopeyas muy atrevidas, armadas con elementos de campos semánticos muy distantes (por más que puedan interpretarse igual), que recuerdan el estilo de César Vallejo en Trilce y España, aparta de mí este cáliz, pero también el surrealismo de Bretón, Tristán Tzara, Vicente Aleixandre y el García Lorca de Poeta en Nueva York y Diván del Tamarit. De esta manera, sus enumeraciones de los elementos esperanzadores o disfrutables de la vida llenan las dos estrofas de imágenes cargadas y poéticas, pero poderosas, al no elegir demasiados elementos suaves (como “ola”, “mano”, “beso”), o mejor dicho, al equilibrarlos con un segundo elemento (sustantivo o verbo) más fuerte (como “mordida”, “rumiarlo”, “rebanada”, “atrapar”). Sin embargo, estas enumeraciones del lado grato de la existencia pronto se cortan abruptamente, porque así las corta la realidad, y el estribillo inteligentemente se abre con una adversativa, para mostrar cómo toda la belleza se derrumba, se estrella con la inclemencia de la vida cotidiana, hasta ese anochecer que se cae “a pedazos”. En este estribillo, el lenguaje cambia, pues, pese a que las metáforas todavía se cuelan, son más ásperas y directas, como las “lunas de neón”, es decir, la manifestación de una naturaleza corroída por el paisaje moderno citadino, deshumanizado, que todo corrompe, que todo vulgariza. Por ello, Gerardo Enciso usa otro léxico, incluyendo la palabrota (“pinche”) y los objetos rudos (“tenis”, “pavimento”, “selva”, “concreto”), para que esta segunda parte se oponga bruscamente a la primera, para subrayar la imposibilidad de toda esperanza. Esta segunda mitad adquiere un tono mucho más parecido a la contundencia cruda de El blues de los 5 pesos, y así lo muestra la similitud entre el sentido de ambos finales. De este modo, Gerardo Enciso escoge para Lunas de neón una estructura más elaborada y un estilo literario más oscuro, pero el impacto no es menor. Como podemos ver, Enciso coloca la elipsis en las figuras retóricas y en la contraposición de las dos partes de la letra. Tierra baldía en la evasión de un pronunciamiento explícito, escondido en las enumeraciones. Simplemente son dos maneras de encarar el tema, dos elecciones para el manejo de la forma, porque como pudimos constatar, ese trabajo se nota en ambas canciones. ¿Cuál consigue mejor el equilibrio entre forma, fondo y emoción? La calidad de ambos trabajos hacen compleja esa respuesta, y ante eso, prefiero disfrutar ambas, y dejar abierta al escucha y lector esa opinión. En todo caso, y como me ocurrió una y otra vez al armar la lista de Las 100 mejores canciones del rock mexicano, ya estaríamos hablando de diferencias mínimas, de milésimas. Pero por suerte, este blog tiene ahora otro sentido.
Pero las diferencias entre Lunas de Neón y El blues de los 5 pesos también existen en el aspecto musical. Acorde con la elección del lenguaje directo, Tierra baldía escogió atinadamente el blues tradicional como base, e incorporó las mínimas innovaciones que el género permite. Con esto, logró una concordancia estupenda entre letra y música. Pero dado que el lenguaje de Lunas de neón se fue por otra vía en una buena parte de la rola, Gerardo Enciso acude a una música en tono menor, pero fuerte, en una canción acústica a guitarra limpia, de rock rupestre, muy bien apuntalada por el rasgueo tan distintivo de él, por momentos en bajeo, en otros en tritonos graves, pero que caen en una variación en las tres notas agudas del acorde, que subrayan el ritmo con un pequeño golpe primero, y luego con una nota que deriva en el siguiente tono sin levantar el dedo de la cuerda, para luego pasar a los siguientes acordes, en que se hace algo similar. Después, en el estribillo, el rasgueo se compacta, y adquiere mayor energía, hasta alentarse de nuevo al volver a la figura original. Es decir, también la música de Lunas de neón está más llena, posee más vaivenes, justo porque el espíritu de la letra los sugiere. Y la voz misma de Enciso se va encendiendo, y en la segunda parte llega a un estado fuerte y rasposo, incluyendo el desgarro brusco al cantar (casi escupir) la palabra “pinche”. Como podemos ver, los vaivenes de la letra se corresponden plenamente con los de la música, lo que denota un trabajo cuidadoso, una toma de decisiones prolija (no importa si no todo es plenamente consciente, porque el verdadero artista también posee un instinto desarrollado, al que el conocimiento sólo enriquece, pero que debe estar, como parte de las facultades y el talento).
Por todo lo dicho, Lunas de neón permite comprobar que los recursos musicales y literarios existen en amplia gama. Si la búsqueda es cuidadosa y exigente, no desmerece ante otra igual de meticulosa, y ambos resultados enriquecen y arman eso que se llama estilo propio, que nunca será un autoplagio, sino una línea de experimentación, que llevará a otra y otra, sin fin. El verdadero artista trabaja mucho en las elecciones precisas. De ahí la obligación de la originalidad: no buscarla, es negar que existe ese espectro infinito, conformarse. Pero el verdadero artista se muere buscando.

28 de enero de 2011

EL BLUES DE LOS 5 PESOS

Letra: Alejandro Meneses.
Música: Olinto Montiel.
Intérprete: Tierra baldía.
Disco: Tierra baldía.



Tengo 5 pesos en la bolsa,
y el invierno que se acerca ya.
Tengo una mujer y su adulterio.
Tengo un litro encima.
¡Cuántas cosas tengo!
¡Cuántas cosas tengo!

Me siento en una barda
y veo pasar los autos.
Ahora veo mis piernas,
que sólo saben el camino
a la cantina.
Y un poco de hierba.
Y un título de algo
será mi herencia.

Tengo una ciudad
donde los ángeles se orinan.
Tengo un cuarto en la azotea,
tres o cuatro amigos…

La vida cabe en este vaso,
en esta soledad que escurre
por las calles,
los perros y la gente,
y la basura, y los puños
que golpean.
Ahora llueve en el infierno.

Tengo 5 pesos en la bolsa,
y algunos años en la escuela.
Abajo sigue la ciudad,
con sus iglesias.
Abajo dos tipos me acuchillan,
y con eso
resuelvo mis problemas.


He resaltado varias veces en ambos blogs la importancia del manejo de la forma, tanto en el rock como en cualquier rama del arte. Pero también he dicho que trabajar la forma no significa llenarla de figuras a lo loco, para apantallar. Trabajar la forma es buscar, encontrar y escoger los elementos del lenguaje, musicales, tonales, orquestales, vocales, narrativos, etc., que eleven la obra a su máxima potencia. Por ello, cada caso requiere elementos y niveles diferentes. En el caso de las canciones de rock (y no olvidemos que siguen siendo manifestaciones de la cultura popular, mucho más flexibles que la poesía pura y la música de cámara o el jazz), muchas veces es la economía verbal y musical la elección más conveniente, de acuerdo con su espíritu o sentido. Por ejemplo, si la canción busca un mayor efecto catártico, requerirá sin duda (o al menos puede utilizar) un lenguaje más claro y directo que otra más intimista o delicada. Eso lo determinan el tema, el fondo y la emoción. Pero eso no significa que la canción deba ser digerible y fácil, regalada, que lleve al oyente a la pasividad total. ¿Cómo se logra esto? A través de distintas herramientas estilísticas: figuras retóricas, variedad de narradores, distractores e indicios, etc. Y la herramienta más útil, tantas veces citada: la elipsis. Cuando uno estudia literatura (pero vale para cualquier rama del arte), aprende pronto que una obra se puede analizar desde dos perspectivas. Primero, y obviamente: por lo que dice. Pero segundo: por lo que no dice. ¿Por qué? Porque un artista auténtico escoge cuidadosamente los elementos que utiliza, y por lo tanto, cada uno cumple una función, no está por accidente. Pero también hay una elección de lo que no se usa. Cada elemento que queda fuera también lo está por algo. Por ejemplo: si una rola escoge citar una referencia conocida, sea nombre de persona (ejemplo: Matilde de Mamá-Z), de personaje (ejemplo: Negro’s blues de Botellita de jerez), de calle (ejemplo: Calzada de Tlalpan de Roberto Ponce), de negocio (ejemplo: La curva (agua, mi niño) de El Tri), etc., intenta, entre otras posibilidades, hacernos sentir más real y familiar la anécdota, propia. Pero si hace lo contrario, eso también tiene una intención. Ejemplo de lo último lo vemos en el cuento El guardagujas de Juan José Arreola, en que se habla del pueblo “T” o el pueblo “H”, en lugar de señalar un nombre. ¿Qué busca eso? Justo lo contrario: que no nos resulte familiar, sino universal, que pueda ser cualquiera (también busca más que eso, pero me limito a esa función para efectos de lo explicado antes). Arreola elige una omisión, no usar algo. Eso es acudir a una elipsis. Pero la elipsis es también, por ejemplo, no explicar la moraleja de una fábula, como hace Augusto Monterroso, o no develar el sentido de un cuento, sino dejarlo a la interpretación del lector, como en los cuentos modernos. Y más aún: no decir lo que se quiere decir de la manera más directa, sino esconderlo con el lenguaje, para embellecerlo (como en el poema de amor), distorsionarlo (como en la poesía maldita), simplemente esconderlo para sorprender (como en el cuento fantástico), etc. Entre menos se dice, más se aleja la obra de arte de la funcionalidad; es decir, del uso como medio (de expresión, de emoción, de discurso, de moraleja, de mensaje, de postulado, de explicación, de enseñanza, etc.), y se vuelve lo que debe ser, y que he señalado antes: un fin. El resto de las funciones del arte se cumplen igual, pero el sentido del arte no está centrado en conseguirlas, sino en crear una obra de calidad. Y punto. Si yo estudio para chef, obviamente no es para aprender a hacer un simple arroz. Pero igual voy a saber hacerlo, gracias a esos mismos estudios, es una consecuencia indirecta e inevitable. El sentido del arte no es ninguna función, pero igual va a cubrirlas, indirecta e inevitablemente. Por ello, la elipsis es una de las herramientas más valiosas y enriquecedoras del arte moderno y contemporáneo, y se puede usar de muchas maneras (a veces, alternando opacidades y claridades, y otras, acudiendo a la opacidad total, como en las vanguardias y el arte abstracto, pues el resultado puede ser igual de logrado, dependiendo cómo se haga). Y no hay contradicción: a veces enriquecer algo se consigue quitando, omitiendo, limitando la información, ocultando, para que sea el lector, escucha o público del arte el que se encargue de esa parte, a través del análisis y la interpretación. Los artistas novatos (los hay novatos eternos por incapacidad, pero también los que eligen esa condición a propósito, dadas las ventajas que obtienen) tienen dificultades para entender y aceptar esto, porque su afán primario es ser plenamente entendidos. Si evolucionan de verdad, terminan por comprenderlo. Y con la mayoría del público, poco preparado para ello, dada la educación cada vez más limitada al respecto (es una estrategia política, no un accidente), sucede lo mismo.
Toda esta introducción me sirve para explicar por qué la elipsis también puede ser el mejor recurso de una obra transparente (como señalé en el otro blog, esto lo analiza Gabriel Zaid en su ensayo sobre José Emilio Pacheco, llamado El problema de la poesía que sí se entiende). Esto es justo lo que hace Tierra baldía en El blues de los 5 pesos. Al tratarse de una canción de evidente función catártica (pues es un auténtico desahogo ante la precariedad de la vida urbana), la mejor elección estilística es la frase directa, el lenguaje transparente, crudo (y para comprobar que es una elección y no producto de una limitante, basta compararla con su otra gran rola, ¿Qué hacer?, completamente diferente, suave y altamente metafórica). Alejandro Meneses usa la enumeración, pero no para crear una suma de posibilidades o abundancias, sino para crear el efecto contrario, a través de la ironía: los elementos son tan raquíticos, que arman una gran miseria existencial, física y aun económica, similar a la que usa Pink Floyd en Nobody home y Qual en No sé por qué será. Pero esta descripción de elementos paupérrimos crea la crítica de esa condición, sólo que no dicha, y es ahí justo donde Tierra baldía acude a la elipsis. En este caso, la omisión de una postura enunciada o diatriba. Esa podrá realizarla el escucha, cuando comprenda que esa suma de elementos encierra una falta de opciones, un fracaso ineludible, que termina de la peor manera: con la existencia misma, a manos de “dos tipos”, de dos cualesquiera, que nos representan a todos: a los agresores directos, pero también a los indiferentes y a los que permitimos que todo siga así. De este modo, el lenguaje franco no impide el uso de la elipsis: el artista, al entender que la carga catártica del tema se acomoda mejor a este lenguaje, coloca la elipsis en otra parte, la usa de otra manera, en otro aspecto. Y es ese el mérito de El blues de los 5 pesos: que desahoga igual, sin tener que darle todo digerido al escucha, como hacen otros grupos.
Parte de esa función catártica también la determina la música de Olinto Montiel: un blues. Pero ya la introducción nos muestra que se trata de un blues diferente, sobre todo con esa bajada inesperada de la tónica en Mi Mayor, a un Re Mayor, lo que rompe la estructura común del blues. Después retomará su línea, pero esa primera decisión, además del rasgueo mismo de la guitarra eléctrica sola, ya muestran una inconformidad, una búsqueda innovadora. No obstante, retoma la línea porque tiene que ser blues igual, con los límites que eso implica, para que la música también refuerce ese espíritu crudo, desnudo y demoledor de la letra, subrayado también por los solos impecables y desgarradores del requinto, que amplían ese desahogo (la guitarra de blues tiene que llorar), y también por la voz, amarga y agotada, como es el protagonista de esa realidad asfixiante.
Así, Tierra baldía en El blues de los 5 pesos muestra cómo lograr un buen blues, catártico y claro como el que más, pero sin ser obvio, gracias a la elipsis: ese gran recurso estilístico, que es, además, símbolo del verdadero respeto que se le debe al público, al no considerarlo un menor de edad, limitado, al que hay que explicarle todo.

24 de enero de 2011

DON DIABLO


Letra y música: José Cruz y Emilia Almazán (no se especifica en qué proporciones exactas).
Intérprete: Emilia Almazán.
Disco: Grabada para Radio Educación, luego se editó en un KCT llamado
El amor nos ha fallado, pero sólo parcialmente oficial.

¿Don diablo?
¿Dóndi hablo?,
¿qué número marqué?

Del otro lado
me contestaron:
“aquí habla Lucifer”.

Y las llamas,
y las llamas
para tomar el té.

Y las diablas
y los diablos
se toman más que el pie.

¡Cuánta niebla
en la tiniebla!
¿Dónde estoy?, no lo sé.

Me agarra, me toca,
me empuja, me palpa,
me estruja, me embrujan
las noches con fe.

Este fuego,
este fuego
no se fuega así.

Mi mamá
me mima
y me aconseja bien:

“no cedas,
no caigas,
no vayas a perder”.

Si el diablo anda suelto,
mejor yo me meto,
me tapo los ojos,
me pongo de hinojos,
¡no vaya a suceder!

¿Don diablo?
¿Dóndi hablo?,
¿qué número marqué?

Del otro lado
me contestaron:
“se equivocó usted”.

En el post anterior comenté los maravillosos resultados que se dan cuando dos artistas auténticos trabajan juntos. Don diablo es un buen ejemplo de ello. En una combinación curiosa, José Cruz, líder de Real de Catorce, colabora en la composición con la nunca suficientemente reconocida Emilia Almazán, que integró el grupo Un viejo amor (junto a Roberto González, Jaime López, Lupe Sánchez y en algún momento Cox Gaitán), del que, como ya se sabe, quedó como valiosísimo testamento el disco Roberto y Jaime. Sesiones con Emilia. El resultado de esta unión no podía ser sino esta rola magnífica, imaginativa, juguetona e ingeniosa. Cuando analicé en el otro blog el estilo humorístico de Mamá-Z, Jaime López, Rockdrigo, etc., señalé que el recurso del humor tiene doble filo, es riesgoso. Está a un paso de la superficialidad y la tontería, si carece de un verdadero fondo que lo sustente. Por suerte, esos y otros ejemplos muestran lo contrario. En el caso de Don diablo, los juegos de palabras parecen inofensivos, o peor aún: que su único sentido es sorprendernos y divertirnos. Pero no es así. Al igual que en Caite cadáver de Jaime López o Estoy cansado de Mamá-Z, hay un fondo inteligente y certero detrás. En este caso, una vez más, los deseos eróticos reprimidos. La llamada telefónica, anécdota central de la rola, se desarrolla en dos tiempos: primero, el imaginario, en que toman la voz los impulsos verdaderos, los anhelos de satisfacción, juego y placer consumado. Y segundo: el real, en que nada ha ocurrido, en que no se ha alterado ninguna institución, en que no se ha tocado a nadie, no se ha sentido a nadie, no se ha hablado con nadie. Cuando la protagonista imagina que el diablo mismo contesta, ensueño inspirado por el calambur sorpresivo (figura retórica que inevitablemente siempre hace recordar los de Xavier Villaurrutia, sobre todo en su gran poema Nocturno en que nada se oye) que crea su pregunta, se desata el deseo de una posibilidad abierta, nueva, un contacto íntimo con ese ser desconocido y fascinante al otro lado de la línea. Pero pronto la moral inyectada y los miedos creados por sociedad, madre y medio recuperan el control, disfrazados, como siempre, de autocontrol, y la conciencia apaga el incendio interno una vez más, justo cuando el interlocutor real contesta al fin: “se equivocó usted”. Así, la tentación, otra vez, recibe el castigo de la realidad frustrante, y el ángel caído del deseo propio se esfuma con la cola (y el tridente) entre las patas. Pero todo este fondo, más crítico de lo que se cree a primera oída, se expresa jugueteando con el lenguaje, porque aquí se trata de hacer ironía, y no postulado. Por ello, los calambures (“Don diablo, ¿dóndi hablo?”), la polisemia (“y las llamas, y las llamas para tomar el té”), las aliteraciones (“¡cuánta niebla en la tiniebla!”), los parónimos (“este fuego no se fuega así”) y la parodia al lenguaje infantil de la escuela (“mi mamá me mima, y me aconseja bien”) son los recursos que ironizan una realidad más densa, porque no se trata de revisarla, sino de expresarla como nadie antes, cumpliendo la exigencia fundamental del auténtico arte: la originalidad, pero también la inteligencia y el manejo ingenioso y fresco de las figuras retóricas, el dominio de la forma, para que no tengamos que agotarnos en una visión repetitiva de los problemas humanos. Para lo último está la cátedra, la tribuna, el diván, el debate, el artículo de fondo y hasta el púlpito. El arte está para lo primero, por más que les cueste entenderlo a tantos y tantos.
Como dije, no sé cuánto del mérito musical y letrístico pertenece a José Cruz o a Emilia Almazán, pero al menos en la música se nota la influencia bluesera de él. En Don diablo la maravillosa voz de Emilia, tan capaz para las armonías, los adornos y los coros, asume aquí su papel protagónico de la mejor manera, gracias a la melodía, sensual, sincopada, ondulante, que Emilia Almazán interpreta a la Big Mama Thornton, pero sobre todo al estilo de Memphis Minnie, en una especie de bluesesito rupestre, cachondo y mentiroso, en tono menor, que también recuerda Llévate lejos tu blues de Roberto Ponce, en versión de Callo y Colmillo, es decir, con Nina Galindo en la voz y Ponce en la guitarra acústica y los coros. Con sólo una ligera bajada más rápida en los estribillos, además de los magníficos requintos acústicos de Álvaro Guzmán (que también trabajó con León Chávez Teixeiro y otros músicos) sobre la guitarra rítmica de Almazán, la melodía de Don Diablo no tiene más pretensiones, porque parte de su encanto y espíritu es parecer tan inofensiva como la letra, hacer creer eso al escucha para conseguir la sorpresa final, y más aún, la del análisis más detenido. Por eso mismo, la sencillez de la música es la decisión más acertada pues, además, apoya el jugueteo, mientras esconde su bomba, como decía Emmanuel Carballo de la novela De perfil de José Agustín.
De esta manera, Don diablo es una lección de crítica mordaz, pero también de uso del lenguaje y sapiencia musical. A ver si con este tipo de lecciones al fin comprenden otros rockeros que lo que se dice, y lo que emociona lo que se dice, son sólo partes del sentido de una canción. Cómo se dice, con qué herramientas musicales y literarias, inteligencia, originalidad y frescura: ahí está el verdadero desafío.

23 de enero de 2011

TARDES

Letra: Ramón López Velarde.
Música e intérprete: Guillermo Briseño.
Disco: Canciones del íntimo decoro.

Tardes
como una alcoba submarina
con su lecho y su tina;
tardes
en que envejece una doncella
ante el brasero exhausto
de su casa,
esperando a un galán
que le lleve una brasa;
tardes
en que descienden los ángeles,
a arar surcos derechos
en edificantes barbechos;
tardes
de rogativa y de cirio pascual;
tardes
en que el chubasco
me induce a enardecer
a cada una
de las doncellas frígidas
con la brasa oportuna;
tardes en que,
oxidada la voluntad,
me siento acólito del alcanfor,
un poco pez espada
y un poco San Isidro Labrador,
me siento acólito del alcanfor,
un poco pez espada
y un poco San Isidro Labrador,
un poco pez espada
y un poco San Isidro Labrador...


Expliqué, creo que sustancialmente, por qué no incluí poemas musicalizados en el blog de Las 100 mejores canciones del rock mexicano. Pero como este nuevo espacio no requiere ese mismo rigor de la lista, me he decidido a incluir esta maravilla de Ramón López Velarde. En realidad, hablamos de un fragmento del poema más largo Tierra mojada, publicado en el libro Zozobra, y musicalizado e interpretado por Guillermo Briseño, para el disco Canciones del íntimo decoro (en alusión a los versos “yo que sólo canté de la exquisita/partitura del íntimo decoro”, del poema más conocido de López Velarde: La suave patria), en que otros músicos musicalizan y/o interpretan otros poemas del autor (entre ellos, José Elorza, Hebe Rosell, Jaime Moreno Villarreal, Betsy Pecanins y Armando Rosas y La Camerata Rupestre). Obviamente el poema se entiende y valora mejor si se lee completo. No obstante, el fragmento elegido por Briseño basta para comprender el tema del poema, y para apreciar el estilo único, renovador y atrevido de López Velarde, poeta que de hecho inaugura una nueva etapa en la poesía mexicana (junto a Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón y José Juan Tablada): la poesía moderna, que derivará después en el Estridentismo, los Contemporáneos y el resto de las vanguardias, hasta la poesía actual. López Velarde es quizá el primer autor que mezcla léxicos distantes, considerados ajenos al lenguaje poético, con elementos tradicionales (lo que, en su propio contexto histórico, social y urbano, definiría el estilo de los compositores del rock rupestre), incluidos aspectos, referencias y atmósferas de la vida provinciana del México de principios del siglo XX, a través de figuras retóricas muy osadas y complejas, que apuntalan rimas altamente musicales y aun irónicas.
Tardes (usaré el nombre y fragmento que escogió Briseño, así como la división de los versos que la música propone, diferente a la del poema original) muestra claramente todas estas características. Aquí, la vida provinciana, con toda su carga de moral añeja, no es idílica. Al contrario: es una suma de miedos y represiones, como en Las buenas conciencias de Carlos Fuentes, Al filo del agua de Agustín Yáñez, Angelina de Rafael Delgado y tantas otras novelas mexicanas, pero también semejante a las de Madame Bovary de Flaubert, La Regenta de Leopoldo Alas Clarín, El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence, etc. En Tardes, es la represión sexual, la censura a los deseos del propio cuerpo, que llenan de bochorno silencioso las interminables y amargas tardes de la provincia, las de las “doncellas frígidas” tejiendo tras las cortinas, con el reloj taladrando un silencio de madre en el sofá, de piedra, de rezo, de asfixia. El poeta sueña con romper ese tedio, ese laberinto de callejuelas coloniales, esa cárcel de costumbres y ordenanzas sociales, familiares, que las vuelven internas de tanto repetirlas. Quiere ser la “brasa”, el “pez espada” que penetre las tardes líquidas. Quiere quitar el agua y poner el sol, como “San Isidro Labrador”. Enardecer el aire como el “alcanfor”, para ser el “galán”, la caricia oscura que falta, y no el buen partido tradicional de los sueños familiares y de clase. Pero todo este fondo, que bien podría inspirar la obra más costumbrista, en manos de López Velarde se expresa con imágenes audaces, de un erotismo incontenible, que busca férvidamente la modernidad que nunca llega al pueblo cerrado, estancado en el tiempo. Es en el estilo lírico de López Velarde donde se da esa revolución, callada ante los personajes provincianos, pero que muestra su desnudez acalorada en la literatura, sinónimo de libertad, como muestran los juegos descriptivos de Aventuras de un joven Don Juan y Los once mil falos de Apollinaire, Historia del ojo de Bataille, Trópico de Cáncer de Henry Miller, etc. López Velarde es todo un precursor de este nuevo espíritu libre, y Tardes así lo demuestra, pues su maravillosa elipsis es producto de la búsqueda estilística renovadora, y ya no la sutileza moralista de la literatura anterior.
Por su parte, Guillermo Briseño crea una magnífica musicalización, junto a un arreglo sencillo, pero muy poderoso. La voz del sintetizador está muy bien elegida, es atmosférica, suena a nubarrones densos, resaltados por los sonidos de truenos, un recurso de estudio muy bien aprovechado, y que obviamente recuerda Riders on the storm de los Doors (que en realidad usan la tormenta entera), pero también Nube de Lucerna Diogenis (ahí si truenos aislados también). El tono menor de Tardes, más los acordes bien diferenciados, propician esta atmósfera lluviosa vespertina, muy acorde con el espíritu de la letra. Y en un acierto más, los impecables solos de guitarra eléctrica del invitado Daniel Tuchmann (uno de los mejores ejecutantes de la guitarra eléctrica en México, curiosamente más ligado a la trova que al rock) también parecen relámpagos sonoros, agudos, penetrantes, como golpes de energía y luz brillante sobre las calles mojadas, lo que hace del arreglo una suma de aciertos por todos lados. Al final, la batería electrónica programada por Juan Manuel Aceves (inteligentísima decisión de último momento) lleva la canción al máximo arrebato temperamental, casi desesperado, afín al del poeta ante la vida monótona y petrificada de la moral pueblerina de su época.
De este modo, Tardes es otra muestra maestra de la unión de dos artistas geniales, más allá de distancias temporales, así como de lo que se enriquece el rock cuando se comprende su valor como un arte más, tan hondo y profundo como las demás ramas, y cuando el músico se exige desde esa convicción.

21 de enero de 2011

ES

Letra, música e intérprete: Iván Rosas.
Disco: sin editar en disco, grabada para Radio Educación.

Es
un solo de sol
que se entremezcla en una calle
con dos borrachos que han
huido de su hogar.

Es
el furor de Insurgentes,
que martillea en mi cabeza,
con brújula loca y voz
perdida a medio mar.

Es esa maldita costumbre de esperarte
siempre tras algún rincón,
es ese maldito olor a hierba necia
huyendo de una prisión,
es ese maldito reloj,
es ese maldito reloj,
es esa maldita costumbre
de caminar por la ciudad
en plenas 6:00.

Es
el cantor del metro,
caída la greña sobre sus ojos,
caída la vida sobre
una vieja canción.

Es
los pies y los rostros,
ya bien demolidos, saludando
un mayo 1° al señor Presidente
en su sillón.

Es esa maldita costumbre de esperarte
siempre tras algún rincón,
es ese maldito olor a hierba necia
huyendo de una prisión,
es ese maldito reloj,
es ese maldito reloj,
es esa maldita costumbre
de caminar por la ciudad
en plenas 6:00.

Es
un solo de sol,
un amarillo camión histérico,
una encerrada ciudad
y, en medio, tu adiós,
en plenas 6:00,
en plenas 6:00,
en plenas 6:00.


De todos los métodos de análisis de la obra de arte, sin duda el análisis comparado es el que más incomoda al pacífico, pero también el que más saca a relucir la belicosidad del rijoso. No importa que el objeto de estudio muchas veces sea la obra de una persona absolutamente ajena, extranjera o hasta ya muerta: para el crítico desequilibrado pareciera algo personal igual. Para mí, poco dado a debates inútiles (esos en los que los participantes llegan y se van siempre pensando lo mismo, se argumente lo que se argumente), me costó este método, porque lo sentí muchas veces como una disputa absurda ante obras que enriquecen igualmente, más allá de sus diferencias. Nunca entendí por qué tenía que ponerlas a competir, si podía disfrutarlas, interpretarlas y valorarlas a la par. Y desde ese punto de vista, sigo pensando lo mismo. Pero con el tiempo comprendí que ese resultado sólo se da cuando el método se aplica tendenciosamente, y sobre todo, parcialmente, acudiendo a la falacia del texto como pretexto. Comprobé que un afán de analizar con meticulosidad las cualidades específicas de una obra, y confrontarlas con las de otra, permite la correcta valoración de ambas, porque, en general, las obras de arte de calidad poseen aspectos más y menos logrados, en esa búsqueda de un imposible equilibrio perfecto, así que utilizar otra obra como unidad de medida, para luego voltear los papeles una y otra vez, saca a la luz méritos y deméritos de ambas, para analizarlas, comprenderlas y valorarlas más claramente. Por todo ello, me pareció interesante poner aquí Es de Iván Rosas, inmediatamente después de D.F. blues de Follaje, porque ambas rolas comparten el mismo tema: la Ciudad de México, y es una buena manera de comprobar cómo no es en el tema en donde radica el aporte de una obra (como dije en el otro blog, los grandes temas siempre son los mismos), sino en el tantas veces mencionado equilibrio entre forma, fondo y emoción, y los recursos y las maneras en que los usa un artista u otro.
Ya en el otro blog se analizaron varias canciones con el tema del D.F. y la relación amor-odio que despierta en los rockeros mexicanos: Suburbia madre y La gata hidráulica de Guillermo Briseño, Calzada de Tlalpan de Roberto Ponce, La 1ª calle de la Soledad de Jaime López, Viaducto Piedad de José Elorza, cantada por Cecilia Toussaint, y podrían citarse otras aún no revisadas, como Vieja ciudad de hierro de Rockdrigo. En Es, Iván Rosas toma una nueva instantánea de la ciudad y sus trampas. Pero en lugar de centrarse en una determinada calle, o de acudir a la alegoría, decide subrayar una hora: las 6 de la tarde (no se especifica que sea así, pero hay varios elementos que no relacionamos en la memoria colectiva con las 6 de la mañana, aunque aun así es discutible), para que en la mente del escucha se arme el paisaje vespertino (o matutino, según se tome), con todos los recuerdos que conlleva: cantidad de transeúntes, tonalidad del cielo, sonidos, tráfico y aun olores y otros elementos. La familiaridad que se logra con este sutil recurso de economía estilística sorprende, y muestra desde el inicio la diferencia con el estilo de crítica y lenguaje transparentes de D.F. blues. Además, en Es estamos sin duda ante un recurso mucho más poético, precisamente por su oscuridad semántica. Y eso se reafirma con la primera imagen, “es un solo de sol”, una metáfora en que el instrumento musical presta una de sus cualidades a un elemento diferente, semánticamente distante, para evocar una relación poética, que implica una interpretación porque es descifrable, pero no obvia (lógicamente se podría escoger una indescifrable, pero interpretable). Ya este par de decisiones estilísticas muestra la mayor ambición de Iván Rosas en el uso del lenguaje literario, que contrasta con la frese de D.F. blues: “la vida vale poco y venderse es lo común”, absolutamente transparente. Clara, crítica y seguramente sentida, pero mucho más pobre en el uso de la forma, y por lo tanto, desequilibrada. No se trata de que toda la canción sea oscura (aunque podría serlo estupendamente), porque Iván Rosas decide que su siguiente frase sea clara: “dos borrachos que han huido de su hogar”. Se trata de que el manejo alternado de claridad y opacidad estilísticas sirva para regular la tensión narrativa (o lírica), y así las funciones de distractores e indicios se cumplan, para atrapar la atención del escucha mientras se le exige la participación activa propia del arte moderno en la interpretación, y no de darle todo digerido y simple, tratándolo como ente ajeno a la obra, inerte, obsoleto. Se trata de crear dos líneas narrativas o líricas, una oculta y otra visible, que paseen al escucha, hasta que se unan en el clímax, y quede al descubierto su sentido, o al menos estén dados todos los elementos para la interpretación plena, si se trata de una obra abierta. Este manejo inteligente y profesional enriquece muchísimo la obra de arte. Más aún: la define. Lo otro, la transparencia absoluta, limita, coarta, no promueve nada nuevo. Pero Iván Rosas escoge, además, que la hora y el paisaje se amplíen en su significado, al introducir el conflicto amoroso, el desencuentro y la incomunicación que también propicia la ciudad. Así, lo que en la rola de Follaje se limita a la crítica directa y sobada de las condiciones urbanas, en Es de Iván Rosas se expande, pero acudiendo al intimismo, mucho más personal y, por tanto, más identificable desde la sensibilidad para el escucha. Y sin que eso signifique una suavidad en la crítica, porque la canción de Iván Rosas es igualmente dura y franca (basta notar el uso repetido de las palabras “maldito” y “maldita”). Sólo que esa dureza se expresa de manera más amplia, en claroscuros semánticos, a través de la alternancia de elipsis y frases más nítidas, y salpicada de figuras poéticas. La desesperanza ante la inclemencia citadina, piedra angular del fondo y la emoción de ambas canciones, se expresa con similar contundencia. Pero en la forma, Follaje e Iván Rosas se manejan de maneras muy diferentes, en el uso de los recursos del lenguaje, en la construcción estilística, en el control de la tensión, etc.
Pero también en la música hay diferencias significativas. Iván Rosas, como buen rupestre tardío, sólo dispone de su guitarra acústica y una armónica, y de una grabación radial. Follaje, de todo el equipamiento de un grupo tradicional eléctrico de blues y de un estudio de grabación profesional. Y sin embargo, D.F. blues se limita a los clásicos tres acordes del blues en tono menor, mientras que Es, siendo una sencilla balada-rock rupestre, explora algunos acordes más. Esto en sí mismo no significa que la última posea mayor mérito melódico, pero sí da qué pensar que una buena diferencia de recursos no se refleje de manera sustancialmente más rica que una rola rupestre. ¿Qué haría Iván Rosas con más recursos? Bueno, ahí está su nuevo material para corroborarlo. Guste o no, explora algo totalmente diferente a su etapa rupestre, se arriesga. Follaje siguió con los mismos blueses toda su carrera.
De esta manera, el análisis comparado no se trata de sobajar una obra a través de otra. Pero en ocasiones es inevitable que saque a relucir los alcances que posee un músico por encima de otro (u otros), la rebeldía, la experimentación inconforme, la inteligencia, y aun la cultura. No se trata de simpatías y antipatías gratuitas por músicos o subgéneros, como han llegado a decir algunos visitantes en el otro blog, tras la no inclusión de sus grupos, solistas y subgéneros favoritos. Se trata de méritos y deméritos auténticos, que el método de análisis profesional desnuda. Si la diferencia resultante es mucha o poca, será consecuencia de la calidad de las obras y los artistas, no del método ni del analista.

16 de enero de 2011

D.F. BLUES

Letra: Jorge García.
Música: Adrián Núñez.
Intérprete: Follaje.
Disco: Ruta 100.

Viviendo en el D.F.,
es fácil darse color,
viviendo en el D.F.,
es fácil darse color
de que la vida vale poco
y venderse es lo común.

Es un blues capitalino
que se siente palpitar.
Es el blues capitalino
que se siente palpitar.
Nube gris, melancolía,
calles llenas de sudor.

La ciudad del reventón,
dime, ¿cuál es tu razón?
La ciudad del reventón,
dime, ¿cuál es tu razón?,
¿matar a nuestra gente
o buscar su solución?

D.F. blues,
en el tren hacia el sur.
D.F. blues,
en el autobús.
D.F. blues,
vive su albur.
D.F. blues,
cargando su cruz.
D.F. blues,
caminando pa’ atrás.
D.F. blues,
sin respirar.
D.F. blues,
con las bolsas sin luz

Los gringos, expertos en etiquetas, han acuñado el término One hit para designar a los grupos o solistas que sólo consiguieron una canción de éxito en su carrera (Paul Simon hace una estupenda y amarga autoironía de esto, en sus rolas Jonah y One-trick pony, y de hecho, en toda la injustamente menospreciada película homónima de ésta última canción). Eso se dice, por ejemplo, de Iron Butterfly con In-a-gadda-da-vida, de Peter & Gordon con A world without love (compuesta por Lennon y McCartney), de Turtles con Happy together, de Scott McKenzie con Flowers in your hair, etc. Muchos de estos y otros ejemplos son injustos, porque el éxito no sólo no se condice con la calidad del resto de su material, sino porque suele ser al contrario: más calidad, menor valoración de medios y público. Es más certero cuando se habla del pop comercial, porque ahí se trata de errores de cálculo mercadotécnico, dado que todo el material tiene la intención fundamental (y casi única) de las ventas. Ahí sí que los casos de One hit abundan, porque no hay una calidad que sostenga en el tiempo el golpe de suerte que tuvo alguna canción. Por su parte, no son pocos los casos en que los grupos mismos son los que se ponen la soga al cuello del hit único. En México, tenemos el caso de Caifanes y la horrenda Negra Tomasa, que les costó mucho trabajo sacudirse, y por largo tiempo. Pero en general el rock mexicano es tan raquítico, que ni para éxitos aislados da. Muchos grupos y solistas graban un solo disco en su carrera, como Tierra baldía, Quintana Roo, Juan Valdés, Nota Roja, MCC (luego se editó un segundo de demos añejos, ya con el grupo disuelto y tras la muerte de Mario Rivas), Daniel Tuchmann, Alejandro Pérez-Sáez (los dos últimos, rockeros a medias), Qual (oficial, sólo hay uno), Flor de metal, etc. Y como conté en el otro blog, muchos de los mejores músicos, ni siquiera eso. Por ello, más que hablar de One hit, lo que sí se da en el rock mexicano es una canción ligeramente sobresaliente, en medio de un material de irregular a pobre. No es que dicha canción sea completamente buena, sino que es la que refleja el máximo nivel que una banda o un solista lograron en su carrera. Ejemplos de ello serían Viajero de la Banda Bostik o Mi muñequita sintética de El Haragán, canciones un ápice más logradas que el resto de su material, pero que realmente no llegan a tener verdadero mérito, pues reflejan demasiadas limitaciones en el uso del lenguaje, la innovación armónica, y aun temática.
Otra canción que se ubica en esta última categoría es D.F. blues de Follaje. Como podemos ver, en México muchos grupos tanto del rock urbano como del blues caen en reiteraciones letrísticas y musicales que se han vuelto fórmula, a estas alturas, ya agotadísima (mucho de esto ya lo expliqué en el otro blog). Pero también padecen pobrezas en la ejecución instrumental y los arreglos. Es como si se aferraran a una condición marginal que por sí misma los legitimara. Nada más errado. Y los músicos que sí llevan ambos subgéneros a niveles altos lo demuestran (Betsy Pecanins, Briseño y Real de Catorce en el blues, y Cecilia Toussaint, Iván Rosas, Rockdrigo y aun Jaime López [que es indefinible] en la temática urbana, por poner algunos ejemplos). En todo caso, hay que reconocer que otros géneros en nuestro país no logran ni siquiera esas excepciones, como el punk y casi todo el heavy metal.
Pero volviendo a D.F. blues, es la canción sin duda más meritoria del grupo Follaje, banda que se coloca dentro de un estilo apegado a una estructura que de por sí cuesta enriquecer, como es el blues, dado su carácter absolutamente circular, y también por tratarse de uno de los géneros más añejos, por el que han pasado muchísimos músicos extraordinarios, pero que de alguna manera han agotado las posibilidades del género. Pero, por eso mismo, el desafío es mayor, y, por lo tanto, requiere un esfuerzo muy intenso para proponer algo nuevo, sin que deje de ser blues. ¿Imposible? Para nada, y así lo demuestra el reciente disco Sangre azul de Guillermo Briseño, como expuse en el otro blog. Pero Follaje nunca logró refrescar el género. Y de hecho, su mejor trabajo es el disco de blueses tradicionales en inglés Clásicos del blues, pues la ejecución técnica de la banda es sin duda mucho más lograda que la composición. Pero D.F. blues, sin ser una canción excepcional, logra zafar un poco del nivel sólo regular de Follaje. Quizá por ser de los pocos casos en que se alejaron del blues tradicional de tres acordes en séptimas mayores, y acudieron a una variante menos explorada en la historia del género: el blues en tono menor. Sin logar acercarse a canciones verdaderamente logradas en este estilo (como esos dos inmensos clásicos interpretados por Janis Joplin, Summertime de Du Bose Heyward, Dorothy Heyward, Ira Gershwin y George Gershwin, y Ball and chain de Big Mama Thornton, o en el caso del rock mexicano, La medicina, Azul o Pago mi renta con un poco de blues, todas rolas de Real de Catorce), en D.F blues el grupo Follaje suena correcto, apretado. Las armonías de las voces del guitarrista Lalo Chico (hoy con El Tri) y el buen armoniquero Jorge García son sencillas, pero bien acopladas. Los solos de requinto de la introducción y el intermedio no sorprenden, pero consiguen una discreta precisión, afianzada por el timbre limpio elegido, por lo que dejan una sensación grata, suave, ligera. Quizá esa liviandad no se condice plenamente con el tema de la letra, bastante más duro, pero los solos sí crean una atmósfera un poco melancólica, que lleva a imaginar el paisaje urbano vespertino que se narra. En este mismo sentido, la incorporación de unas percusiones (tumbas, tocadas por el ex Real de Catorce Severo Viñas) tampoco suena muy lógica, pero curiosamente también apuntala la canción, en una muestra de que una decisión poco razonable puede convertirse en un acierto accidental (de hecho, desde el punto de vista de la armonía, justo eso es el blues, como señalé en el post anterior). Quizá esto ocurre por la muy buena mezcla del ingeniero de sonido (no tengo el nombre a la mano), que ecualizó con mucho tino instrumentos y voces, apoyados por efectos bien graduados (sobre todo reverberación). Y también en una decisión rara, la guitarra rítmica acude a un rasgueo repetitivo rápido más propio del reggae que del blues, lo que igual aviva el arreglo. Todo esto hace que unas ejecuciones vocales e instrumentales sencillas, pero certeras, acaben armando un rompecabezas fresco y sensible, de una ligerísima tristeza que provoca un sopor catártico disfrutable.
Por el lado de la letra, es el punto débil de D.F. blues. Follaje acude primero a la enumeración, figura retórica simple, y que no se expresa con mayor aporte. Después, un par de preguntas retóricas demasiado transparentes, que marcan ese recurrente tonito moralista que suele ser un verdadero obstáculo para los grupos del rock urbano y el blues mexicanos, y que empobrece el estilo al anular toda posible elipsis. Sólo al final, al acudir a la repetición diseminada propia de muchos blueses clásicos, los versos cambiantes resultan un poco más distantes semánticamente, y eso la convierte sin duda en la mejor parte, en un cierre firme y atinado, pero de un poder un tanto tardío ante lo anterior.
Así, es una lástima que D.F blues no haya sido la rola que abriera el camino de la inconformidad y la búsqueda para Follaje, porque muestra que tenía el suficiente potencial para encaminarse al crecimiento. Se perdió en el camino de la fórmula musical gastada y la denuncia simplista, como lamentablemente suele pasar con el blues en México.

12 de enero de 2011

REZA EL CARTEL

Letra, música e intérprete: Noel Nicola.
Disco: Así como soy.




Hoy por la mañana,
a primera hora,
estuve hablando con un cajón
de ideas.

Mi nombre estaba anotado en su agenda.
Mi nombre era una sigla de lata.
Mi nombre era un traje sin un hombre adentro.
Mi nombre era un traje sin un hombre adentro de él.

Hoy por la mañana,
a primera hora,
estuve sentado en un banco de viento.

“Séquese la vida antes de entrar,
rómpase la risa antes de entrar,
cuelgue su cerebro antes de entrar”,
reza el cartel allí,
reza el cartel allí…

Hoy por la mañana,
a primera hora,
estuve alternando con un ser
gaveta.

Para él las personas se miden por metros.
Para él, buenos o malos, y vivos o muertos.
Para él no hay consigna si no es su consigna.
Para él no hay consigna si no es su consigna gris.

Hoy por la mañana,
a primera hora,
estuve afilando un cuchillo de tiempo.

“Séquese la vida antes de entrar,
rómpase la risa antes de entrar,
cuelgue su cerebro antes de entrar”,
reza el cartel allí,
reza el cartel, lamentablemente, allí…

Un viejo amigo poeta me insistía en que de todas las cosas, experiencias, sucesos, obras y actos, incluyendo los más estúpidos, limitados y frívolos, se podía extraer una reflexión inteligente y profunda. Con el tiempo, he podido entender que tenía razón, porque eso depende del que ve, escucha, reflexiona y critica, y no de lo que inspira o provoca esa reflexión, análisis y crítica. Pese a que reconozco algunos momentos simpáticos, tengo claro que la película School of rock, de Richard Linklater, protagonizada por Jack Black (a quien, por cierto, acabo de ver en un homenaje a The Who interpretando Squeeze box de manera más que aceptable), no pasa de ser simple entretenimiento, comercial e intrascendente. Pero si sigo la opinión de mi amigo, hay por lo menos dos aspectos que le rescato. Primero: que prácticamente todas las canciones y grupos de los que se hace referencia son de lo mejor en la historia del rock, y están citados en un contexto correcto. Y segundo: una escena breve, aparentemente insignificante, pero que me pareció la más crítica de toda la película (si no es que la única): uno de lo niños se le pierde a Black cuando quieren participar en La guerra de las bandas, y lo encuentra en la camioneta de otro grupo, de aspecto metalero, con todos los lugares comunes de la pinta glam oscura (cabello largo, camisetas sin manga, adornos de metal, carrujos de hierba, etc.), jugando póker. Y ante la molestia y el susto de Black, el niño le dice: “¡pero estoy con una auténtica banda de rock!, ¿no se trata de eso?”, o algo equivalente. Y Black le responde: “eso no es rock, es pura pose”. Me parece que la frase da absolutamente en el clavo. Se dice que el rock no es un ritmo, sino un modo de vida. Yo diría que es una visión o posición ante la música, el arte y la vida, una visión del mundo. Por eso, muchas veces un viejito calvo, de camiseta blanca, pantalones flojos y zapatos gastados puede ser mucho más rockero que un adolescente de cabellera larga y encrespada con spray, estoperoles y pantalones de cuero, porque es en la visión crítica del mundo y la reflexión jamás petrificada donde está lo rockero. Todo lo otro, solo, es pura pose, en el fondo idéntica a la de los gruperos, los reggaetoneros y demás grupúsculos, por más distinta que parezca en la superficie.
Toda esta introducción me sirve para explicar la inclusión aquí de Reza el cartel de Noel Nicola, así como de muchas otras canciones aparentemente no rockeras que irán apareciendo (y que aparecen como bonus tracks en el otro blog). Porque en esta canción, Noel Nicola es millones de veces más rockero que, por poner un ejemplo, Bon Jovi. Tanto la letra, como la música y el arreglo de Reza el cartel son mucho más atrevidos, inconformes y profundos que todos los lugares comunes (la ropa, la voz, los saltitos, la guitarra eléctrica distorsionada, los rasgueos bitonales, los gastadísimos ángeles y demonios de las letras, etc.) del posero Jovi. La letra de Reza el cartel es tan lennoniana como Glass onion, Come together, Tomorrow never knows o Strawberry fields forever; tan dylaniana como Just like a woman o Like a rolling stone; tan propia de Procol Harum como A whiter shade of pale y A salty dog; tan simbólica como Helpless dancer de The Who; o tan audaz como White rabbit de Jefferson Airplane. Todos ejemplos con los que Reza el cartel tiene mucho en común. Sus líneas están llenas de imágenes casi psicodélicas, abstractas, sin dejar de significar, porque igual pertenecen a un trovador con convicciones ideológicas firmes (como lo demuestran canciones como Se fue a bolina, Hay un almanaque lleno de 26 o Con las letras, la luz). Pero dichas convicciones, como en todo artista verdadero, no nublan ni determinan la obra. Si acaso, la inspiran, pero la propuesta formal siempre tendrá que equilibrar el fondo y la emoción. Y el estilo poético de Noel Nicola, el tercer gran pilar de la Nueva Trova Cubana (los otros dos son, obviamente, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés) siempre apuntala hacia las alturas todo interés temático (sobre todo en sus dos primeros discos, Comienzo el día y Así como soy, aunque decayó notoriamente en los siguientes). En el caso de Reza el cartel, la denuncia de la intransigencia y la cabeza cerrada, propia del conservadurismo de derecha, es sólo el disparador (en términos de la teoría literaria de Guillermo Samperio); el verdadero sentido es desarrollar el asunto a través de imágenes (básicamente metáforas) frescas y altamente simbólicas, lo que le da a la canción un aire ultraísta psicodélico (si se me permite el término), cercano a Lewis Carroll, y también al estilo literario irónico abstracto de Salinger en sus Nueve cuentos. El cartel inamovible, inmarcesible, retrata un sector de la población (de toda población) que, como decía Carlos Monsiváis, es su propia caricatura. Pero Nicola usa su propio trazo para dibujarla, agudo, pero también volátil, y en ese mezcla insólita radica el gran aporte de la canción, y es justo ese el rasgo que la acerca al rock, más acostumbrado al híbrido, o mejor dicho, a la fusión, como expliqué por ahí en el otro blog. Los trazos apretados y rápidos de Nicola se despejan un poco en la segunda parte, y entonces el fondo y la emoción toman la estafeta, así que el escucha pasea por todos los elementos de la obra de arte, en una progresión calculada e inteligente del autor, que cierra el círculo semántico en la plenitud de su sentido, sin que falte ni sobre nada.
Pero también la música y el arreglo de Reza el cartel se atreven más allá de la clásica guitarra acústica arpegiada trovadoresca. Nicola, verdadero maestro del instrumento, hace que el simple tono dominante (Mi Mayor) sufra una leve distorsión armónica, al incorporar en el acorde una nota Mi bemol aislada, casi huérfana, pero conservando el bajeo propio de la tónica normal. Esta innovación ya recuerda claramente la vieja nota “ilógica” que dio origen al blues. Desde ahí se percibe ya la relación con el rock. Pero el arreglo juguetón, con unas percusiones que evocan el sonido del reloj, aprovechando que lo posibilita el ritmo, subrayan el tema del día de convivencia forzada con ese “ser gaveta”, con ese “cajón de ideas”, en que las horas incómodas oyendo intransigencias se alargan, y en el que la lentitud del pesado minutero parece eterna, como ese “cuchillo de tiempo” (¿que también podría simbolizar la venganza que se cobrará la historia, a través de la obsolescencia?). Pero enseguida el ritmo rompe, en un rasgueo de puentes que caen una y otra vez en la tónica, que recuerda el de Ánimas de Roberto González (nueva similitud rockera), y que coincide con la irritación que empieza a causar en el protagonista la experiencia que va soportando. Todo apuntalado por requinteos y bombardeos de acordes, casi jazzísticos. Y al final el ritmo vuelve a la calma, semejante también a la del ánimo, acaso por agotamiento, acaso por comprender que cualquier argumento caerá en el vacío, como siempre, y como subraya el alargamiento irónico de la última nota de la voz de Nicola (que, por cierto, siempre me recuerda el timbre y el dominio de Paul McCartney), mientras el reloj sonoro sigue, sigue y sigue, inconmovible. ¿De veras no suena todo esto a canción lennoniana o dylaniana?
Para mí, no hay duda: en Reza el cartel, el trovador cubano Noel Nicola es mucho más rockero que tantísimos que sólo son pura pose.

8 de enero de 2011

EL APAGÓN


Letra, música e intérprete: Jaime Moreno Villarreal.
Disco: sin editar en disco, grabada para Radio Educación.

Dime que estabas conmigo,
nos conocimos en el apagón.
Dices que no,
¡pero, mi buen, te conozco!

Llevabas una chamarra,
ahí guardaste el videograbador.
¿Cómo te va,
tienes ya muchos programas?

La lluvia no soltaba su munición
contra el cristal de una tienda de aparador.
Tú me dijiste: “¿qué esperas?,
¡súrtete al por mayor!”.
Lejanamente las sirenas sonaban
como soles de invierno…

No es que yo sea sedicioso,
ni que ande atrás de alguna confesión,
¡pero yo sé
quién es quién cuando lo veo!

Soy sólo un camarada,
otro bato en la misma función.
Si no hay fijón,
no hubo fijón, y a’i la vemos.

La gente arrebataba su comisión.
Era una noche de brujas con vocación.
Las manos todo amañaban,
un estéreo, un televisor.
Lejanamente las sirenas sonaban
como soles de invierno…

Las calles se lo callaron,
para dar paso al tránsito.
Lejanamente las sirenas sonaban
como soles de invierno,
soles de invierno,
soles de invierno…


En mi otro blog ya hablé de la originalidad de varias canciones del rock mexicano. También señalé a Jaime Moreno Villarreal como uno de los autores más imaginativos y arriesgados, al mismo tiempo que profundamente poéticos (de hecho, el que más). El apagón es otra obra maestra en este sentido. Cuando uno la escucha, cuando uno analiza aunque sea someramente su letra, no puede menos que maravillarse ante una expresión tan inteligente y novedosa, y en muchos sentidos, tan aleccionadora para algunos compositores fallidos (en este caso, sobre todo del rock urbano, pero en otras canciones vale para todos los subgéneros), que insisten una y otra vez en la denuncia social y el retrato supuestamente realista y marginal, sin interesarse un ápice por la forma, sin proponer ninguna visión nueva, sin explorar las amplísimas posibilidades del lenguaje. Porque la letra de El apagón se centra en un personaje bastante tratado en el rock nacional: el delincuente, como lo demuestran ejemplos como Asalto chido de Rockdrigo, Caite cadáver de Jaime López o El zarco de Botellita de jerez, entre las escasas rolas logradas sobre el tema, además del inmenso cúmulo de malogradas. Pero la riqueza de El apagón, muy superior a la de las demás canciones, es justo el ángulo inexplorado, junto a la imaginación estilística de sus figuras retóricas, profundas, pero a la vez familiares, cuidadosamente graduadas para no hacernos distante al narrador, pero sin que se vuelva obvio, estereotipo. Construcciones como “la lluvia no soltaba su munición”, “era una noche de brujas con vocación” o “lejanamente las sirenas sonaban como soles de invierno”, fuertemente poéticas, salpican de oro líquido verbal una estructura más coloquial y directa. Este manejo, esta gradualidad, son hallazgos propios de un maestro de la composición. Si en Asalto chido agrada la originalidad del narrador escogido, y en Caite cadáver el manejo juguetón y sorprendente del lenguaje, en El apagón es la capacidad de barajar ambos alcances en el equilibrio perfecto lo que impacta, lo que lleva la canción a su gran altura. Por el lado del fondo, más que concentrarse en pintar con el máximo de detalles al personaje o describir la condición social que lo ha creado, Moreno Villarreal subraya el pequeño guiño que echa por la borda una hipocresía, lanza una luz de autenticidad que desnuda el lado oscuro del prójimo, que sólo en las sombras protectoras del apagón se muestra impunemente. Pero como dice la letra, “no hay fijón”, porque ese prójimo es sólo un espejo, que resalta sólo por el mínimo liderazgo fanfarrón que adquirió momentáneamente, pero que no se diferencia del narrador, de “la gente” mencionada, al fondo… y seguramente del escucha, en esas mismas condiciones propicias. Juego de espejos, cuyos reflejos sacan a flote nuestra verdadera esencia corrupta, tan conocida (los ejemplos sobran: el apagón de Nueva York en 1977, la rapiña tras los desastres naturales, etc.) e hipócritamente negada por los discursos chauvinistas, o por su otro lado, la crítica mordaz a lo nacional, que siempre suena a deficiencia únicamente del resto (seguro este post también tiene esa contaminación) aunque pretenda sonar a autocrítica. Una vez más, el aparente cinismo del atinado narrador en primera persona esconde realmente la única honestidad que tenemos al alcance, y que, sin embargo, pocos ejercen auténticamente. De esta manera, el cuidado estilístico de Moreno Villarreal en El apagón, como es distintivo de casi todo su trabajo como compositor de rolas (ni hablar como poeta), es sumamente notable. Como he afirmado, lo hace el mejor letrista del rock mexicano.
Pero en esta canción la riqueza también se muestra en la música. Sólo comparable a la de Las mujeres solas lo hacen, y en otro sentido, más lúdico, a la de Feliz, la ejecución al piano de Moreno Villarreal en El apagón es potentísima, porque el nivel de exigencia del ritmo y la melodía (que algo recuerdan Instant karma! y Remember de John Lennon, además del estilo de su amigo Guillermo Briseño, sobre todo en la Ausencia N° 4) saca a flote su máximo alcance técnico. Por ello, la rola adquiere una intensidad energética, una fuerza que sólo amaina en los estribillos para tomar más impulso, y después estancarse en el final, para sugerir el ruido del tráfico citadino, paisaje donde se desarrollan los dos tiempos narrativos de la anécdota. Ya la introducción, en que la mano izquierda bajea incesantemente, mientras la derecha lanza flamazos de acordes sueltos, hasta unirse gradualmente en la estructura básica del resto de la rola, anuncia el poderío de la melodía, aunque se nivela gracias al timbre suave de la voz de Jaime, en calculada correspondencia con la mencionada mezcla de poesía y cotidianidad. Otra extraordinaria lección de talento de Jaime Moreno Villarreal.

6 de enero de 2011

EL OTRO


Letra, música e intérprete: Héctor Cruz.
Disco: sin editar en disco, grabada para la radio.

No deja de llamar
ni un rato solo.
No deja de soplar
en mis alveolos.
Y no sé más que está
dejando cicatrices,
pues cuando me ve
se va.

No suelta su disfraz,
lo busco en vano
con ganchos de metal
entre las manos.
Y lo escucho reír
sentado tras la puerta,
listo para huir:
se va.

No pasa de pintar
sólo un bosquejo;
se queda a la mitad
en el espejo.
Y vuelve a su lugar,
guardado entre las sombras,
pues cuando me ve,
me voy.

El tema del doble ha sido recurrente en la literatura y el arte en general. Cabe recordar el cuento William Wilson de Poe, la novela corta El doble de Dostoievski, el cuento El prójimo de Arturo Uslar Pietri, o el cuadro Las dos Fridas de Frida Kahlo, así como varios de Dalí. Uno de los escritores más interesados en el tema fue Borges, en cuentos como El otro, 25 de agosto, 1983 y el texto Borges y yo. Pero sin duda la referencia más conocida es, por supuesto, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Luis Stevenson. En algunos casos, como en la obra de Uslar Pietri, se muestra un ente aparentemente distinto, otro, pero idéntico, lo que lo vuelve amenazador. En otros casos, hay un desdoblamiento, como en la novela Nada es para tanto de Óscar de la Borbolla. En otros, es el espacio o el tiempo el que marca la diferenciación fallida, en un encuentro fantástico que rompe la lógica, como en El otro de Borges o la misma Aura de Carlos Fuentes. Stevenson marca al doble dentro del mismo cuerpo (de alguna manera el ser partido sugerido por Platón), como manifestación de la complejidad interior, de los lados claros y oscuros combatiendo por dominar el alma humana, como símbolo de la parte más irracional, animal, la de las pulsiones, contra la versión moldeada por la moral y la cultura; es decir, la civilizada, pero que a la larga se cobra caro el acallarla, como sabemos desde la irrupción del psicoanálisis.
De una manera muy inteligente, es justo la línea del doble interno la que explora Héctor Cruz en El otro. En esta canción, el conflicto es más filosófico que psicológico, porque se centra en la búsqueda de la parte más auténtica, que está ahí, adormecida porque duele, quizá ahogada por los mecanismos de defensa y los miedos, pero también por el entorno agreste, exigente y a la vez limitante. Y Cruz muestra que es la búsqueda más dura; que el aforismo griego “conócete a ti mismo” está condenado al fracaso, porque lo impide la complejidad incesante que es quizá la esencia definitoria del ser. Para ello, Héctor Cruz se vale de una letra minimalista, que esconde su significado pleno hasta el final, pese a que no deja de darnos indicios tempranos, como en la frase “no deja de soplar en mis alveolos”, donde el posesivo “mis” ya choca contra la narración en tercera persona, pero tan sutilmente, que un escucha poco atento no lo nota. Justo al final, el “se va” que ha utilizado en el último verso de cada estrofa (pues la figura retórica a la que acude es la conversión) se transforma en un “me voy”, que devela el real sentido de la letra (además del indicio previo del “espejo”). De esta manera, Héctor Cruz logra encerrar en unas cuantas frases un fondo muy profundo, de verdadera angustia existencial, pero también maneja inteligentemente la forma, sobre todo la tensión, hasta el clímax, en que la línea narrativa oculta y la visible se unen finalmente. Además, como buen rupestre (aunque no oficial), sigue una de las más distintivas propuestas de este subgénero: la incorporación de léxicos no habituales (“alveolos”, “ganchos de metal”) para renovar la fuerza poética de las letras. De este modo, la aparente sencillez de la letra de El otro esconde un trabajo estilístico cuidadoso, a la vez que un fondo sensible y hondo.
Por el lado de la música, el habitual estilo rupestre de guitarra de palo sola y voz, en el que está casi toda la obra conocida de Héctor Cruz, aquí encuentra una sorprendente excepción. A través de un arreglo sencillo, pero imaginativo, El otro muestra, quizá como ninguna otra rola, lo que un mayor acceso a los instrumentos y recursos de estudio puede enriquecer las composiciones rupestres. Uno puede imaginar perfectamente cómo sonaría esta canción a la guitarra sola, dadas sus armonías cálidas circulares, muy al estilo de With or without you de U2 y Every breath you take de Police. Pero a diferencia de éstas últimas, Héctor Cruz opta por la fuerza de los sintetizadores, primero como sonido claro de fondo (casi de flauta), y luego con otro, más denso, que acompaña, emula y termina por sustituir el juego vocal final, que algo recuerda los juegos vocales be bop de Agustín Aguilar de Mamá-Z, pero en versión más seria, aunque un tanto pop. Pero no por esta orientación hacia los teclados falta el sostén de la guitarra rítmica acústica, rasgueada a la española, además del énfasis de otra, quizá electroacústica, en una pequeña tríada que refuerza el final tarareado (o más bien en “la, la, la”) de los estribillos, tocado en los trastes altos del diapasón, además del bajo discretísimo, pero correcto. Si a esto se le suma la atinada percusión de la introducción, la música de El otro está llena de pequeños detalles ingeniosos y certeros, que acrecientan el poder de una melodía realmente simple, pero grata, a la vez que equilibran el timbre ligeramente inquietante de la voz de Héctor Cruz. Es una pena que la obra de este rupestre marginal entre los marginales (ciertamente un poco dispareja) sea tan poco conocida, pues, pese a su trabajo de años con Roberto Ponce y Nina Galindo, ni siquiera ésta última ha interpretado sus rolas.